El estallido de la Revolución Rusa, en febrero de 1917, no estaba planificado en la agenda de ningún partido político. Ni fue producto del “alto nivel de concienciación” de la gente. Estalló como una protesta de obreras textiles contra sus condiciones de trabajo, y se extendió como un reguero de pólvora por la miseria generalizada, la matanza que suponía el frente de la Guerra Mundial, la represión contra cualquier disidencia… La protesta fue tan profunda y generalizada, que el gobierno del Zar quedó “suspendido en el aire” y su capacidad de ejercer autoridad se tambaleaba.
Por abajo, renacían los soviets, consejos obreros o populares que servían originalmente para organizar las movilizaciones, pero que también comenzaron a servir como un “nuevo poder”. Sin embargo, los principales partidos políticos del momento, incluido los socialistas y de izquierdas, decidieron apoyar un “gobierno provisional” bajo mando de un aristócrata, que mantuvo la situación social de manera similar al anterior gobierno zarista.
Es decir, el impulso revolucionario espontáneo de la gente trabajadora provocó una fuerte crisis política, que fue “cicatrizada” por los principales partidos políticos, que cambiaron las caras del gobierno para que no cambiara nada de lo esencial. Algo parecido, salvando las obvias y grandes distancias, lo pudimos ver aquí con la crisis política abierta con el 15M, la lucha minera, las huelgas generales, las Marchas de la Dignidad… La movilización generalizada “por abajo” y sin una dirección centralizada provocó una crisis de legitimidad política de las instituciones, que fue cerrada por los “nuevos partidos” que devolvían la ilusión en que a través del voto y esas mismas instituciones podía cambiar la situación. Pasamos del “Rodea el Congreso” a intentar meter muchos diputados en ese mismo Congreso.
La particularidad rusa es que la revolución fue tan profunda que esa dualidad de poderes y esa inestabilidad se mantuvo durante meses, profundizándose a medida que los “gobiernos provisionales” incumplían sus “promesas de cambio”. Como al principio, esa profundización de la crisis no se daba tanto por algún tipo de “conciencia ideológica avanzada” sino por la imperiosa necesidad de vastas capas de la población de poner inmediato fin a las penurias que se agravaban cada día.
En ese panorama aumentó su influencia un pequeño partido político “radical” que planteaba que para satisfacer las necesidades populares los soviets debían gobernar, que había que decretar la paz inmediata, que decía que había que realizaba una Reforma Agraria que repartiera la tierra de los aristócratas terratenientes, que decía que los trabajadores debían controlar las empresas y la economía, que las nacionalidades tenían derecho a usar sus idiomas o incluso independizarse si así lo decidían, que había que acabar con la discriminación hacia la mujer…. el Partido Bolchevique.
Y no sólo lo decía, sino que sus militantes impulsaban cada huelga obrera, cada manifestación popular, cada motín de soldados, cada ocupación de tierras… y en cada uno de estos conflictos planteaba “¡Todo el poder a los soviets!” Llegado el momento adecuado, cuando había posibilidad de pasar de las palabras a los hechos, el Partido Bolchevique urdió un plan para dar el golpe definitivo. Desplegó sorpresivamente su guardia roja en los puntos clave de Petrogrado, la capital del país, y detuvo al “gobierno provisional”, eligiendo desde el recién inaugurado Congreso Estatal de todos los Soviets un nuevo gobierno. Por primera vez, un partido político (aunque muy diferente de los anteriores), no servía para “cerrar la crisis política” para que todo siguiera como antes, sino que aprovechaba esa crisis para cambiarlo todo.
Ningún partido puede “forzar” la situación y “provocar” la revolución. Pero tampoco una convulsión social espontánea puede triunfar sino existe un centro organizador, un partido revolucionario que transforme la convulsión en lucha organizada por el poder.