Entre el 30 de noviembre y el 12 de diciembre, la ciudad de Dubái alojó la 28ª edición de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 28). Por si no bastaran las ausencias de Xi Jinping y Joe Biden; mandatarios de los dos países que más gases de efecto invernadero emiten actualmente; y la presencia –como ocurrió en la pasada edición, en Egipto– de los lobbies vinculados a la energía fósil, la conferencia fue presidida; nada más y nada menos que por el magnate Sultán Ahmed Al Jaber, ministro de la petrolera estatal emiratí Adnoc; que, entre otras cosas, ya anunció sus planes de acelerar el aumento de producción de gas y petróleo. No sorprende que la COP 28 haya ganado el apodo de cumbre “del petróleo”.
Por: Laura Requena y Erika Andreassy
La única novedad de la conferencia fue el acuerdo de ¡triplicar la producción de energía nuclear para 2050! Dejando de lado los graves problemas de seguridad y otros que presenta esta fuente de energía; como ha señalado la Agencia Internacional de Energía (AIE); la adopción de esta medida solo lograría una reducción del 6% en las emisiones de carbono, por lo que tiene una limitada contribución en la mitigación del cambio climático. Es decir, ¡ninguna novedad!
En cuanto a la ratificación de un fondo de pérdidas y daños a los países más afectados por los cambios climáticos, no está de más recordar que tal fondo ya había sido aprobado en la pasada cumbre (COP27) y aunque ya existe el anuncio de las primeras aportaciones, estas son voluntarias y de momento están muy alejadas de lo que se necesita. Además, como el fondo estará bajo la gestión temporal del Banco Mundial, es muy probable que la “ayuda” se vuélva en una trampa que aumentará aún más, la dependencia de los países periféricos.
Las estimaciones son que serían necesarios al menos unos US$ 400 mil millones para reparar los daños con los cambios climáticos, pero el fondo prevé el aporte mínimo de US$ 100 mil millones/año, hasta 2030. En todo caso, hasta ahora, lo anunciado fue solo unos US$ 420 millones (poco más de 0,4% del acuerdo), siendo que el montante de lo que el anfitrión de la COP 28 y segundo mayor aportador del fondo, los Emiratos Árabes Unidos, se propuso a donar – fue de US$ 100 millones – equivalente a menos de la mitad de su producción diaria de petróleo. ¡Una burla!
Mientras los lideres de los países discutían en la Conferencia, representantes de estos mismos países aprovechaban el evento para llegar a acuerdos comerciales relacionados con los combustibles fósiles. Es decir, mientras el planeta arde por los efectos de la producción desenfrenada y anárquica, típica del modo de producción capitalista; los países imperialistas y
sus socios menores productores de petróleo, aprovechan el evento no para discutir los cambios climáticos, no para pensar y presentar soluciones reales para reparar los daños causados por la emisión de CO2, sino para impulsar negocios cuyo efecto es agravar aún más el calentamiento global. ¡Una actitud típica de la hipocresía burguesa!
La crisis medioambiental se profundiza y profundiza también la desigualdad
El mes de noviembre fue el año más caluroso desde la industrialización, según el Observatorio europeo Copernicus Climate Change. Desde hace seis meses, las medias de temperatura del planeta son las más altas ya registradas para el período. Los meses anteriores también están, como mínimo, entre los diez más calientes –siempre en relación con el mismo periodo en otros años–, lo que hace que 2023 será con toda probabilidad hasta ahora, el año más caluroso de la historia en nuestro planeta, desde al menos 1850.
La tendencia a eventos climáticos extremos, como lluvias y/o periodos de sequías por encima de lo esperado, vendavales, resacas, etc., se viene observando en varias partes del mundo como consecuencia del aumento del riesgo climático (el posible impacto negativo que puede causar un evento climático), el cual está directamente asociado con el calentamiento global. Pero, al contrario, de lo que se puede pensar, la destrucción que esto supone no afecta a todos por igual
Los estudios sobre justicia ambiental vienen sólidamente argumentando que el cambio climático afecta de manera desproporcionada a las personas y regiones que menos han contribuido históricamente en términos de emisiones de CO2. Se trata de gente pobre y, en general, comunidades negras y tradicionales y pueblos indígenas, en el que las mujeres están especialmente afectadas.
Son las poblaciones más oprimidas y empobrecidas, que dependen de los recursos naturales para su supervivencia –donde a menudo, se instalan las industrias más contaminantes y/o los vertederos de residuos que estas producen– o grupos con menor capacidad de respuesta ante las amenazas naturales, que viven en las llamadas zonas de riesgo, quienes reciben los mayores impactos. Estos grupos históricamente sometidos son los que más pierden la vida frente a los desastres. Si sobreviven, además de lamentar la pérdida de familiares y vecinos, aún enfrentan largos y burocráticos procesos en busca de apoyo del Estado, alojamiento y otras cosas básicas, como alimentos y medicinas. Es decir, las tragedias climáticas profundizan las desigualdades sociales históricas: falta de vivienda digna, saneamiento básico y trabajo.
Esta dimensión racial de la emergencia climática –lo que llamamos racismo ambiental– se expresa en la carga desproporcionada de riesgos, daños e impactos sociales y ambientales que recaen sobre los grupos étnicos más vulnerables.
Las mujeres frente a los cambios climáticos
Mujeres y niños son el 70% de los pobres y miserables del mundo, lo que ya de por sí da una dimensión de como la desigualdad social se entrelaza con la desigualdad de género en el capitalismo. Las mujeres que residen en países considerados “atrasados” o “en vías de desarrollo” – como les gusta llamar los economistas burgueses a los países sometidos y explotados por los imperialismos –, dedican gran parte de su tiempo a trabajar con los cultivos o a buscar alimentos, agua y combustible; labores que dependen en gran medida del clima.
También, representan una mayoría en las comunidades rurales que están más expuestas a la sequía y la desertificación. Tienen menor autonomía en la movilidad, menor poder y formación para gestionar colectivamente las dificultades, mayores responsabilidades de cuidado impuestas, y un menor acceso a servicios y recursos clave como energía y alimentación saludable. Según Oxfam, en la zona subsahariana, las mujeres representan el 75% de la mano de obra, pero poseen solo el 1% de la propiedad de la tierra.
Un informe de la ONU publicado tras la Conferencia sobre el Cambio Climático de Bonn en junio de 2022 explicaba que, en algunos países africanos, «muchos hombres emigran de las zonas rurales a las urbanas en busca de empleo, una tendencia impulsada por los fenómenos meteorológicos extremos, dejando las mujeres a cargo de la tierra y el hogar, pero no necesariamente con los respectivos derechos legales o la autoridad social para hacerlo”. Las mujeres y las niñas de países como Colombia, Malí y Yemen “corren un riesgo especial de sufrir violencia de género debido a la combinación de los efectos del cambio climático, la degradación del medio ambiente y los conflictos”.
Igualmente hay datos que indican que las mujeres son el 80% de las personas desplazadas en el mundo por el cambio climático y la mayoría entre las personas fallecidas en desastres naturales. Un fenómeno que irá a más. En los países ricos, “las poblaciones racializadas y de bajos ingresos, y los grupos más vulnerables dentro de estas poblaciones (como las mujeres y los menores en particular), soportan las mayores cargas de la degradación ambiental”, dice el informe. Por lo que podemos afirmar que la crisis medioambiental tiene profundas implicaciones de género, raza y clase, y contribuye a perpetuar el racismo, la desigualdad, la violencia y discriminación que sufren las mujeres trabajadoras y pobres.
Los efectos de los cambios climáticos están interfiriendo incluso en los sueños de los menores pobres de regiones periféricas. En Brasil, por ejemplo, la campaña «Papá Noel de los Correos», lanzada en noviembre para la adopción de cartas de estudiantes de escuelas públicas del país, ha sorprendido por los artículos solicitados. Con las olas de calor de los últimos meses, los niños y niñas han dejado los juguetes de lado y piden ventiladores y piscinas inflables. “Donde vivo hace mucho calor, yo quería una piscina inflable«, dice un niño que vive en Rio de Janeiro. “¿Puedes enviarme un ventilador?«, pregunta otro. Las cartas de los Correos brasileños ya identificaron un aumento de casi 300% en los pedidos de piscina de plástico y 156% en los pedidos de ventiladores.
¡La lucha por justicia climática es de las mujeres y de toda la clase trabajadora!
En muchas partes del mundo, los pueblos de la floresta, del campo y del agua vienen enfrentándose con las multinacionales mineras, petroleras, hidroeléctricas, del agronegocio etc., que destruyen su medio ambiente y medios de vida y les impiden el acceso a recursos naturales como aire limpio, agua potable etc., que son bienes comunes. Igualmente, las mujeres no sólo somos víctimas del desastre medioambiental producido por el capitalismo, sino que también lideramos muchas de estas luchas como, por ejemplo, las luchas campesinas y indígenas que resisten a los procesos extractivistas de las multinacionales en sus territorios, con el aval de los gobiernos cómplices.
Es fundamental que las mujeres trabajadoras nos involucremos en esta discusión y nos organicemos en la pelea por el acceso a recursos que permitan satisfacer necesidades básicas y una vida digna, no sólo para las mujeres, sino para toda la población mundial. Hace años los gobiernos burgueses de todos los signos viene celebrando cumbres y conferencias del clima en las que se aprueban medidas y se contraen compromisos, que no solo son totalmente insuficientes, sino que ni siquiera se llevan después a cabo. Esto es así porque más allá de su retórica y demagogia, todos ellos son cómplices de las multinacionales responsables del problema medioambiental a las que sirven y cuyos intereses defienden.
La clase obrera y sus sectores oprimidos no podemos dejar en las manos de la burguesía y sus representantes, este debate. La lucha contra la destrucción del medio ambiente y por justicia climática no es algo ajeno a las/los trabajadoras/es, sino parte de la lucha de clases, por lo que tenemos que tomarla inmediatamente y con independencia de clase. Aún no es demasiado tarde para frenar la destrucción del planeta, pero depende de la capacidad de nuestra clase y sus organismos (sindicatos, movimientos sociales, etc.) tomar esta lucha, bajo un programa que exija medidas efectivas y urgentes, para mitigar los efectos inmediatos del cambio climático, y que tenga como perspectiva, superar este sistema económico capitalista que se ha convertido en el mayor enemigo de la humanidad.