En una situación de normalidad social, la resolución de los conflictos se realiza de «buenas maneras», que en términos políticos se llama «voto». Es la normalidad democrática, y los jueces, la eufemísticamente llamada «justicia», quedan reducidos al ámbito individual, tanto en lo que hace a lo penal o administrativo.
En los últimos años hemos asistido a un aumento de la judicialización de la vida social y política; desde la resolución de los conflictos internos de la derecha con «filtraciones» que acaban en los tribunales (caso Cifuentes, sin ir más lejos), los 900 casos de corrupción del PP (más los del PSOE), son el ejemplo de la incapacidad del régimen para encontrar una alternativa a la actual descomposición de la derecha, tras la ruptura del bipartidismo.
Un régimen tan débil que es incapaz de incorporar la menor crítica; y la judicialización se usa contra los disidentes. La respuesta desde los tribunales en el proceso Catalán, el encarcelamiento o procesamiento de blogueros, raperos, … las centenas de juicios contra sindicalistas de cualquier central (hasta afiliados de UGT, uno de los pilares del régimen, están afectados).
El régimen judicializa la respuesta a la disidencia pues cualquier otra opción, democrática, como un referéndum monarquía/república, daría alas a los que lo rechazan. A estas alturas de su descomposición solo les vale el «palo y tente tieso», puesto que su falta de legitimidad social es más que evidente.
Políticamente el régimen del monarquía está sostenido por el apoyo irrestricto de las fuerzas que se dicen progresistas y los sindicatos mayoritarios; y porque estos mantienen a la mayoría de la clase obrera en la retaguardia de la lucha, aislándola y separándola artificialmente de las luchas sociales a la vanguardia (mujeres, pensionistas,…), convirtiéndola de esta manera, por la pasiva, en su sostén social.
«La política es la guerra con palabras» dijo el filosofo, y la utilización de la justicia para resolver conflictos políticos es su herramienta. De la misma manera que «la guerra es la política por otros medios», militares; judicializar la política es una declaración de guerra no cruenta, aunque con consecuencias dramáticas, como es la prisión de los disidentes.
Pero la guerra, así sea «con palabras», en un régimen de «normalidad» social, debería ser el último recurso. Que el régimen de la monarquía este utilizándolo como único recurso contra la disidencia, es que no tiene otra arma para frenar su decadencia; estrechando cada vez más los límites de la normalidad democrática.
La crisis económica y social que ha roto esa «normalidad social» es la que está en el fondo de esa «declaración de guerra» no cruenta, y cuanto antes la clase trabajadora rompa con los sindicatos del régimen y se percate que en ella está la llave de la solución al problema: gracias a esos sindicatos sobre ella han caído los golpes más duros de la crisis; antes acabarán las consecuencias dramáticas del estrechamiento de los limites democráticos del régimen expresado en la judicialización de todos los conflictos sociales.
En esas condiciones, ¿Debemos comenzar a dejar de hablar del régimen del 78, y empezar a hablar del régimen del 155/135; régimen de excepción, no vinculado a ninguna constitución, ni tan siquiera a la fallida de la Transición, donde las libertades democráticas están en función de los intereses del aparato del estado y no al revés?