Publicamos la primera parte del texto que introduce el capítulo «El anarquismo y la revolución española», del libro «Una revolución silenciada».
Los grandes acontecimientos, las convulsiones sociales y en especial las que son vividas como derrotas, traen aparejada inevitablemente una revisión de valores. Hay quienes recogen esas experiencias para enriquecer el pensamiento revolucionario. Pero es bien cierto que los hay, y son muchos, los que encuentran en esos hechos la prueba “irrefutable” para condenar “por obsoleta” la tradición revolucionaria. Emprenden así la búsqueda de una “nueva verdad” que, a la postre, acaba siendo una vulgarización de ideas del pasado.
Por Ángel Luis Parras
La historia de la lucha de clases esta repleta de ejemplos de estas conductas y los acontecimientos del 89, con la caída del muro de Berlín y de los regímenes stalinistas, ha sido fuente de inspiración de innumerables corrientes e intelectuales que, considerando que “el socialismo murió”, acabaron tirando el agua sucia con el niño dentro y emprendiendo la búsqueda desesperada de la “nueva verdad”.
Un ataque generalizado de fiebre liberal en todas las esferas de la vida fue un subproducto del derrumbe de los regímenes stalinistas del Este europeo. En plena efervescencia del “individualismo”, las ideas anarquizantes, libertarias, adquirieron una enorme familiaridad. En realidad, como afirma el personaje de “El banquero anarquista”, del cuento del ilustre escritor lusitano Fernando Pessoa, “en tiempos de decadencia todo el mundo es anarquista, quienes lo son y quienes se ufanan de no serlo. Pues cada cual se toma así mismo como regla”
Puestos a tomarse a si mismos como regla, la experiencia del pasado pierde su valor para los nuevos ideólogos. La historia carece de interés especial y la “nueva verdad” aparece lejos, muy lejos de la ciencia social, del sustento material: las ideas se recrean en las ideas mismas, dando paso a la mística y sacando a manotazos el “obsoleto” materialismo marxista.
Uno de los intelectuales que alcanzó en los últimos años mayor renombre internacional en la izquierda es el economista escocés John Holloway. Su libro “Como cambiar el mundo sin tomar el poder”, un libro cuyo título es todo un programa, se ha convertido en “guía” para una parte de la izquierda en el mundo.
Cambiar el mundo sin tomar el poder, ¿una idea nueva?
Según Holloway, “cambiar el mundo por medio del Estado, es el paradigma que ha predominado en el pensamiento revolucionario por más de un siglo (…) El paradigma del Estado, es decir, el supuesto de que ganar el poder es central para el cambio radical, dominó además de la teoría, también la experiencia revolucionaria durante la mayor parte del siglo XX (…) La aparente imposibilidad de la revolución a comienzos del siglo veintiuno refleja, en realidad el fracaso histórico de un concepto particular de revolución, el que la identifica con el control del Estado”. (…) No ven que, si nos rebelamos en contra del capitalismo no es porque queremos un sistema de poder diferente, es porque pretendemos una sociedad en la cual las relaciones de poder sean disueltas. No puede construirse una sociedad de relaciones de no-poder por medio de la conquista del poder. Una vez que se adopta la lógica del poder, la lucha contra el poder ya está perdida.”[1]
Para Holloway, “la única manera en la que hoy puede imaginarse la revolución es como la disolución del poder”. “Este es entonces el desafío revolucionario a comienzos del siglo XXI: cambiar el mundo sin tomar el poder” El zapatismo es presentado como el modelo: “los zapatistas han afirmado que quieren hacer el mundo de nuevo, que quieren crear un mundo de dignidad, un mundo de humanidad, pero sin tomar el poder”. El “estatismo” aparece así como el mal de origen, el hilo conductor que identifica a todos, a socialdemócratas, estalinistas, trotskistas… Todos en el mismo saco hollowayano del “estatismo”.
El antagonismo entre capital y trabajo se traslada ahora a la “repulsión mutua del capital y de la humanidad”, al estilo de Toni Negri, y contra la respuesta reformista y la “revolucionaria tradicional”, habría una tercera vía: el “archipiélago de poderes”, la “construcción de autonomías”. Admiradores de Holoway lo expresan así: “Aquello que me parece esencial del mensaje que nos mandan los zapatistas es una reflexión más profunda sobre el poder que no es el Poder sino un archipiélago de poderes. Una concepción que nos dice que no se puede tomar el poder, porque el poder no es un sitio: una Bastilla o un Palacio de Invierno. El poder está difuso en la sociedad, el poder es una multiplicidad de relaciones sociales a las que hay que dar alternativa una a una y en la globalidad.
La alternativa en todas partes es la democracia irrestricta, la construcción de la autonomía a todos y cada uno de los niveles. De ahí que la idea de red no es sólo una idea simpática, más o menos ingenua. Por el contrario, sólo construyendo redes, contrapoderes reales, sólo creando lentamente espacios de rebeldía se puede pensar en cambiar las cosas y en cambiar la sociedad”[2].
Pero, esta “nueva estrategia revolucionaria” que nos proponen para el siglo XXI ¿es realmente nueva?
El rigor científico y la vieja “nueva verdad”
John Holloway es un reconocido profesor de la Universidad de Edimburgo y desde 1993 profesor de sociología en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades en Puebla, México. En 1962 Thomas S. Kuhn, un físico norteamericano, publicó un trabajo que acabaría siendo una referencia mundial, “La estructura de las revoluciones científicas”. A él se le debe el término de paradigma, entendido como el marco de referencia que alcanza una rama de la ciencia en un determinado momento histórico y que se convierte en el punto de partida obligado de la investigación científica, sea para reafirmarla, perfeccionarla o directamente para refutarla. Para Kuhn, “una vez descubierto un primer paradigma a través del cual ver la naturaleza, no existe ya la investigación con ausencia de paradigmas”.
Holloway sustenta su teoría-programa (“hacer la revolución sin tomar el poder”) omitiendo el rigor científico que señala Kuhn. Arranca desconociendo la historia, no partiendo de quienes ostentan en forma irrefutable el paradigma del anti-poder, la anti-política…, es decir, el anarquismo. A la pasada, dice Holloway que “hasta hace poco, el debate teórico y político (al menos en la tradición marxista) ha estado dominado por estas tres clasificaciones: Revolucionario, Reformista y Anarquista”. Y sentencia, varias líneas después, que “ambos enfoques, el ‘reformista’ y el ‘revolucionario’ han fracasado por completo en cumplir con las expectativas de sus entusiastas defensores”. Así pues, fracasadas las estrategias de reformistas y revolucionarios, la historia solo habría reafirmado una: la anarquista. Sin embargo, Holloway se abstiene de reivindicarlo.
Más aún, afirma desconocer cómo se puede ’cambiar el mundo sin tomar el poder’: “Los leninistas -dice- saben qué hacer o solían saberlo. Nosotros no. El cambio revolucionario es más desesperadamente urgente que nunca, pero no sabemos qué significa “revolución” (…) Hemos perdido toda certeza, pero la apertura de la incertidumbre es central para la revolución”. Holloway debería recordar a Kuhn con un cierto desasosiego: para el físico norteamericano, “rechazar un paradigma sin reemplazarlo con otro, es rechazar la ciencia misma”[3].
En realidad, Lejos, las teorías de Holloway y sus seguidores están muy lejos de constituir novedad alguna. No pasan de ser una vuelta al pasado, de retrotraer el pensamiento hacia una febril versión liberal de las teorías del anti-poder y la anti-política, cuya audiencia sólo se explica por lo que señalaba el personaje de Pessoa: en los tiempos de confusión ideológica, de liberalismo febril añadamos, “todo el mundo es anarquista, quienes lo son y quienes se ufanan de no serlo. Pues cada cual se toma así mismo como regla”
La revolución española: la prueba de fuego del anarquismo
Los seguidores de las teorías de Holloway y del antiestatismo en general deberían estudiar las lecciones de la revolución española. No encontrarán en la historia pasada un ejemplo mas vivo, rico y heroico para ver a la luz de los hechos las consecuencias de las teorías del anti-poder y la anti-política, de los “archipiélagos de poderes”, la “construcción de autonomías” y la “democracia irrestricta”.
«Todos los gobiernos son detestables y nuestra misión es destruirlos», «todos los gobiernos sin excepción son igualmente malos, igualmente despreciables», «todo gobierno es liberticida»[4] , repetían los dirigentes anarquistas de la FAI y de la influyente CNT. “Para nosotros, todos los políticos son iguales en demagogia electorera, en escamotear los derechos del pueblo, en afán de notoriedad, en arribismo, en acierto para criticar desde la oposición y en cinismo para justificarse desde el poder”. “Nosotros no necesitamos gobierno ni Estado. Eso lo necesitan los burgueses para que defiendan sus intereses. Nuestros intereses son únicamente el trabajo y éste lo defendemos sin necesidad de Parlamento”[5]
Sin embargo, la revolución desencadenada tras el levantamiento obrero del 19 de julio colocó (como sucede cada vez que se produce ese momento histórico excepcional que es una revolución social) el problema del poder en el centro de la situación. La revolución no es otra cosa, en realidad, que la lucha por el poder.
Comités revolucionarios en todos los lugares, barricadas, las fábricas en manos de los trabajadores, obreros en armas constituyendo milicias y patrullas de control, organizando la distribución, el transporte, la sanidad…, un auténtico “archipiélago de poderes” obreros. En un viejo trabajo de Abel Paz recientemente reeditado, el escritor anarquista relata cómo la CNT era “dueña de la situación”. Cuando la delegación cenetista se entrevistó con el Presidente de la Generalitat, Companys les dijo: “Siempre habéis sido perseguidos duramente. Y yo, con mucho dolor (…) me he visto obligado a enfrentarme y perseguiros (…) Hoy sois dueños de la ciudad y de Cataluña (…) Habéis vencido y todo está en vuestro poder. Si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Cataluña, decídmelo ahora, que yo pasaré a ser un soldado mas en la lucha contra el fascismo”[6]
La clase obrera, con la CNT al frente, era dueña de la situación, la democracia irrestricta para los trabajadores; el archipiélago de poderes obreros, los “contrapoderes”, las “autonomías” construidas por doquier ¿y cual fue la política de los enemigos jurados del estatismo? Según el dirigente anarquista García Oliver: “La CNT y la FAI se decidieron por la colaboración y la democracia, renunciando al totalitarismo revolucionario que había de conducir al estrangulamiento de la Revolución por la dictadura. Fiaba en la palabra y en la persona de un demócrata catalán y mantenía y sostenía a Companys en la Presidencia de la Generalitat”[7]. Abad de Santillán, por su parte, señala: “Pudimos quedarnos solos, imponer nuestra voluntad absoluta, declarar caduca la Generalitat y colocar en su lugar un verdadero poder del pueblo, pero no creímos en la dictadura cuando se ejercía contra nosotros y no la deseábamos cuando podíamos ejercerla nosotros mismos a expensas de otros. La Generalitat habría de quedar en su lugar con el presidente Companys a la cabeza”.
Los enemigos jurados del Estado y de cualquier Gobierno, acabaron sosteniendo a un gobierno en ruinas, colaborando en la reconstrucción del derruido estado burgués y, en menos de cuatro meses, colocando cuatro ministros anarquistas en el Gobierno de Largo Caballero. La revolución española mostró de nuevo que una revolución, cuando estalla, no deja espacio para la simple negación del estado sino que exige, además, su conquista. La tesis central del anarquismo: pasar del estado capitalista a la anarquía, disolviendo el Estado, disolviendo todo poder, sin transición alguna, es decir, hacer la revolución sin tomar el poder, quedó enterrada en medio del drama de la revolución española de 1936.
Los dirigentes anarquistas de entonces, como los anarcoliberales febriles de hoy, al estilo de Holloway, presentan al Estado a la manera hegeliana, como el subproducto de la “idea moral”. El Estado, o su ausencia, sería algo librado sin más a la voluntad colectiva y moldeado con arreglo a nuestras ideas preconcebidas. El marxismo sostuvo, contra estas concepciones idealistas, que “el estado es el producto y la manifestación del antagonismo irreconciliable de las clases (…)que aparece donde y en la medida en que los antagonismos de clase no pueden objetivamente ser conciliados (…) que es un órgano de dominación de clase y (…) que el proletariado no puede derrocar a la burguesía si no empieza por conquistar el Poder político, [transformando] el Estado en el ‘proletariado organizado como clase dominante’”[8]. Sólo cuando las clases hayan sido definitivamente eliminadas, el Estado se extinguirá y el poder político será sustituido por la simple administración de las cosas.
Presentar en el siglo XXI la vuelta a la democracia, la soberanía de los ciudadanos, los espacios de contrapoder… como las “nuevas” estrategias para la transformación social, no pasa de ser una burla. Hace ya tiempo que el socialdemócrata alemán Bernstein sostenía que bastaba proseguir con las cooperativas y profundizando los espacios de poder conquistados, para ir “desalojando sucesivamente a la clase capitalista”. La estrategia de “transformación pacifica y gradual” ha sido santo y seña del reformismo desde hace más de siglo y medio. Pero, como ya entonces decían los marxistas revolucionarios, la premisa de semejante estrategia es esperar que las clases explotadoras (los imperialistas, añadimos hoy), que disponen del poder político y militar de sus respectivos Estados, tengan a bien permitir que los espacios de contrapoder se desarrollen hasta acabar con el yugo capitalista, sin oponerse a dicho proceso ni tratar de impedirlo a sangre y fuego. Sin embargo, entonces y, aún más ahora, todo indica que esa resistencia sólo podrá ser quebrada por un enérgico desplazamiento de fuerzas, es decir, una revolución que asalte el Estado.
Toda la experiencia revolucionaria de la clase obrera desde la Comuna de París allá en 1871 hasta el presente más actual, muestra que no hay la menor opción de transformación revolucionaria de la sociedad, de acabar con el capitalismo y el imperialismo, sin la destrucción del estado burgués y su sustitución transitoria por un poder obrero, por un estado de los trabajadores, por lo que el marxismo revolucionario históricamente ha designado como dictadura revolucionaria del proletariado. Por suerte o por desgracia, la estrategia revolucionaria del Siglo XXI va a seguir teniendo como clave de bóveda la política hacia el Estado y la lucha por el poder. 70 años después de la revolución española, este asunto continúa siendo la línea divisoria entre reformistas y revolucionarios.
[1] Todas las citas de John Holloway corresponden a su libro “Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy”. Edición El viejo Topo. Las negritas son mías
[2] “Viaje al otro lado del espejo o La solidaridad de los seres de corazón moreno con los rostros pálidos”. Joan Tafalla
[3] La estructura de las revoluciones científicas. Thomas S. Kuhn. Fondo de Cultura Económica.
[4] Prensa anarquista de los años 30, citado con detalle por Burnett Bolloten
[5] Idem
[6] La guerra de España: Paradigma de una revolución, Abel Paz, Ediciones Flor del Viento. Las negritas son mías
[7] Idem
[8] Idem