No es que se hubiera ido del todo, sino que desde la II Guerra Mundial el conjunto de instituciones burocráticas y militares que es el estado había, transmutado en el Estado del Bienestar, de tal forma que su componente represivo quedaba oculto por el aspecto “benefactor”. Posteriormente, el estado neoliberal, surgido con la contra revolución conservadora de Thatcher y Reagan, había difuminado sus fronteras de clase por la inercia del estado del bienestar y la ideología individualista post moderna, que se creía invulnerable.
La pandemia de COVID 19 ha descorrido todos los velos que ocultaban el verdadero carácter del estado, y aparece con todo su esplendor la definición de Marx, que es una “máquina burocrático militar” para la defensa de los intereses de la clase dominante. Frente a la pandemia, ha resurgido con fuerza el “sálvese quien pueda” de cada burguesía nacional, por encima de las instituciones internacionales (ONU, OMS, UE), creándose una “crisis de gobernanza” a nivel mundial. En este marco todos los estados, y sus gobiernos, sin distinción de color, tienen un sólo objetivo, “que su economía no caiga”; la “máquina burocrática militar” se pone a la tarea de defenderla, cada uno con su propia idiosincracia.
Unos, con confinamientos a punta de app/pistola (China), otros en base a infundir miedo en las masas y con la represión como eje (el Estado Español, Francia), aplicando la máxima de Maquiavelo de que “quien controla el miedo de las gentes, domina sus almas”; algunos basándose en su estructura social más homogénea y estable (Alemania), y varios, con presidentes histriónicos como Trump y Bolsonaro, negando la mayor, la gravedad de la pandemia, y para que la “economía no caiga” ponen en riesgo no sólo a ellos, sino a todo el mundo.
En todos los casos; lo que es un hecho irrefutable es que el capitalismo y sus estados, como forma de organizar la sociedad para responder a las necesidades sociales, son como el Titanic, están naufragando por un hecho inesperado. La “máquina burocrático militar” se demuestra incapaz de garantizar la salud a la población ante la pandemia de COVID 19. Los datos de contagiados, de muertos, de confinamientos y cierres de fronteras, junto con la caída abrupta de la economía, demuestran los pies de barro que tiene el capitalismo, sostenido en la irracional “mano oscura del mercado”.
Cuando llega un hecho que no se corresponde con el piloto automático de la economía capitalista -el binomio rutinario de “explotación/acumulación de capital”-, se rompe esa relación como sucede ahora con los confinamientos; salta el piloto automático y el sistema se desliza por la pendiente de una crisis social, política y existencial definida por la paradoja del sueño de todo el mundo de “volver a una normalidad”; una normalidad que, en realidad, era el problema.
Esto, que se ha hecho evidente para millones de seres humanos en todo el mundo, se traduce en la búsqueda de alternativas sociales frente al capitalismo. Ser “anticapitalista” en el 2020 no es difícil; esto es lo que dio fuerza al famoso editorial apócrifo del Washington Post, “O muere el capitalismo salvaje, o muere la civilización humana”. Se convirtió en viral porque situaba el problema, la crisis del capitalismo, adornado por el lazo del quién lo decía, un medio de comunicación “serio”, aunque fuera falso. Racionalizaba lo que mucha gente intuye o piensa.
El socialismo está renaciendo
Como el ave fénix, el socialismo está remontando el vuelo como una alternativa más que real al desastre generado por la incapacidad del capitalismo para superar los retos impuestos por el maldito virus COVID 19. No va a tardar que muchos y muchas se reivindiquen socialistas o levanten “elementos de socialismo” (Ramonet dixit), como los casos de Alexandra Ocasio o Bernie Sanders en el corazón del monstruo. Se reivindican “socialistas democráticos”, sí, pero utilizan una definición política maldita en los EE UU desde hace decenios, y despreciada en el resto del mundo desde la caída del Muro de Berlín y la restauración del capitalismo en los estados llamados “socialistas”.
Pero, ¿qué es lo que diferencia un socialista revolucionario de un socialista democrático? ¿Las reivindicaciones parciales? ¿La defensa de los oprimidos? ¿La exigencia de redistribución de la riqueza? ¿La defensa de los derechos políticos y la democracia? ¿Todos ellos juntos? Pues va a ser que no. Unos y otros defienden, con matices, los mismos derechos sociales y políticos; la barrera que separa un programa revolucionario de uno reformista es la actitud frente al Estado. La perspectiva de cómo y frente a quién se defienden y conquistan esos derechos.
Esto es lo que separa a los revolucionarios de los reformistas, el reconocimiento de que el Estado no es un grupo de instituciones neutrales, que llega con tomarlo para ponerlo al servicio de una clase u otra. Algunos incluso reivindicando el marxismo, se quedan en la afirmación de Marx y Engels de El Manifiesto Comunista cuando hablan de “tomar la maquinaria del Estado” o “asaltar los cielos” y olvidan el prefacio a la edición alemana de 1872 de El Manifiesto, que dice:
“Aunque las condiciones hayan cambiado mucho en los últimos veinticinco años, los principios generales expuestos en este «Manifiesto» siguen siendo hoy, en grandes rasgos, enteramente acertados. Algunos puntos deberían ser retocados (…) La Comuna ha demostrado, sobre todo, que «la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines”.
Una generalización de la idea que encontramos en la carta de Marx a Kugelman, de 1871, cuando dice qué en la próxima revolución francesa, tras la Comuna de Paris, la tarea “no es hacer pasar de unas manos a otras la máquina burocrático-militar, como venía sucediendo hasta ahora, sino demolerla”.
Las razones que llevaron a Marx y Engels a señalar los límites de El Manifiesto Comunista enraízan en la realidad de la lucha de clases; les demostró, más allá de toda duda razonable, que las instituciones fundamentales del Estado, “la máquina burocrática militar”, no se puede poner al servicio de la clase trabajadora, porque son instituciones creadas para dominar a la mayoría social y garantizar la explotación de la clase obrera. Como la función hace el órgano, y no al revés, una institución creada para la opresión de una mayoría por una minoría, el estado burgués, es inservible para la tarea inversa, la dominación de una minoría por una mayoría que es el estado obrero.
Del estado del bienestar al estado neoliberal
Tras la II Guerra Mundial, uno de los momentos en los que el capitalismo mostró su rostro más salvaje, el mundo se vio sacudido por una oleada revolucionaria; desde Indochina hasta Italia, los procesos revolucionarios se suceden con la liberación de 1/3 de la humanidad de la explotación capitalista. La burguesía mundial ve que al igual que sucediera tras la I Guerra, una oleada revolucionaria amenaza su poder.
Si en aquel momento contó con la II Internacional, pasada con armas y bagajes al campo imperialista, en este caso fue la URSS, tras la disolución de la III Internacional, la que asumió ese papel de apagafuegos, consiguiéndolo en algunas ocasiones como Italia, Francia o Grecia, siendo desbordado en otras, como Yugoslavia o China que se escapan a sus planes, o reconduciendo a estados no capitalistas profundamente burocratizados desde su origen, los de Europa Oriental que después constituirían el Pacto de Varsovia.
La destrucción masiva de fuerzas productivas con 60 millones de muertos, con Europa, Japón y parte de Asia devastadas por las bombas, significó un nuevo proceso de acumulación primitiva de capital, financiado por los excedentes de capital que los EE UU había acumulado en los años de la guerra. Una potencia convertida en la nación hegemónica del mundo capitalista, se permitió el lujo de financiar la reconstrucción de los que habían sido sus grandes competidores, Alemania, Japón, Francia, Gran Bretaña, etc…, a través de planes de inversión.
Pero este plan tenía sus condiciones; la revolución debía quedar excluida radicalmente de la ecuación. Y en esto la URSS puso su grano de arena en los acuerdos de Yalta y Potsdam con la política de “coexistencia pacífica” y la previa disolución, en 1943, de la III Internacional. De esta manera, salvo excepciones como el PC chino o la Liga de los Comunistas de Yugoslavia, todos los PCs del mundo admitieron la lógica de la “coexistencia pacífica” con el capitalismo a través de “compromisos históricos” como el abanderado por el PC italiano.
Está claro qué a las masas trabajadoras, empobrecidas por la guerra hasta la miseria y el hambre, había que darle una alternativa a la revolución. Este es el origen del estado del bienestar, es decir, la asunción por parte del Estado de muchas de las reivindicaciones obreras como el derecho a la salud, a la vivienda, a una pensión digna, a la educación, etc…; una experiencia que en Suecia llevaban aplicando desde antes de la II Guerra. La contrapartida de las organizaciones obreras era obvia; la revolución se dejaba para los “días de fiesta” y los textos teóricos, mientras la práctica política se basaba en la conciliación de clases/coexistencia pacífica con el capital.
Desde que en Gran Bretaña, en 1948, se constituye el Servicio Nacional de Salud, el estado del bienestar se va extendiendo por toda Europa, como contestación “social” del capitalismo frente a los nuevos estados no capitalistas, extendiendo su lógica a todos los niveles; desde la incorporación de muchas de las viejas reivindicaciones obreras como derechos reconocidos por el Estado hasta la cogestión obrera en grandes y medianas empresas privadas, incorporando a los sindicatos en los consejos de administración.
El estado del bienestar aparece ante las masas obreras, sobre todo en los estados imperialistas centrales, como la superación del viejo conflicto de clases y sobre todo, disuelve el carácter de clase del estado. Pareciera que la vieja definición de Marx y Engels de que el Estado una “máquina burocrático militar” para garantizar la “dominación de clase” era, eso, vieja; pasada por la historia.
¿Cómo un aparato burocrático que garantiza los derechos a la salud, a la educación, a la vejez, etc…, puede ser una máquina de “dominación de clase”? El estado del bienestar, en el marco de la paz social que fueron los “30 gloriosos” en los que fue la forma fundamental del Estado, aparecía en las mentes de las masas obreras no como su enemigo y opresor, sino como un benefactor al que, como mucho, hay que exigirle mayor eficacia y coherencia. Esta fue la base del reformismo durante todos estos años; la lucha política, separada de la lucha sindical cotidiana, se reducía a la participación en las elecciones para que las fuerzas obreras, desde el gobierno o los parlamentos, mejoraran esa maquinaria burocrática.
La revolución, es decir, la destrucción violenta del aparato del Estado y su sustitución por otro superior -aclaro, superior no diferente, porque la contrarrevolución también supone la destrucción violenta del estado democrático para sustituirlo por otro-, quedó confinada a pequeños países como Cuba o Vietnam. En la Europa imperialista, en Japón, en los EEUU o Canadá, el estado del bienestar, cada uno a su manera, fue tomando cuerpo y se presentó como la alternativa a la revolución socialista.
Pero “todo tiene su final” dice la canción, y en el crack bursátil del 67 el capitalismo dio el primer aviso de que el crecimiento de los años 40, 50 y 60 estaba llegando a su fin. Es decir, que las bases económicas que habían sostenido el estado del bienestar se estaban resquebrajando. Este aviso se convirtió en catástrofe en 1971 cuando los EEUU rompen el acuerdo de Bretoon Woods y la paridad “dólar-oro” que había dado una gran estabilidad a todo el sistema.
Las consecuencias sociales son casi directas, el mayo del 68 parisino es el comienzo de las hostilidades de la clase obrera y los pueblos, no solo en países del llamado “tercer mundo”, sino en potencias imperialistas tan centrales como los EEUU, golpeado por la derrota en Vietnam, Francia, Italia (el octubre rojo del 69), o las tres dictaduras europeas, Portugal, Grecia y el Estado Español. Un ascenso que se prolonga hasta comienzos de los 80 y termina abruptamente, con el triunfo de la burguesía británica ante la huelga minera y la derrota de la revolución nicaragüense. El estado del bienestar comienza a ser desmantelado por la “(contra)revolución conservadora” que encabezan Thatcher y Reagan, y que a lo largo de los 80 se irá extendiendo por todo el mundo.
Fruto de la crisis económica del capitalismo, desde los gobiernos se adoptan tres medidas orientadas a recuperar los beneficios capitalistas a través de devolver al mercado lo que el estado del bienestar había convertido en derechos; la salud, la vivienda, la educación, las pensiones, etc…, y comienzan las grandes privatizaciones de los servicios públicos. La segunda gran medida es la reconversión y privatización de la industria pesada, mayoritariamente nacionalizada como una medida que libera a la burguesía de la gran inversión en capital fijo que supone esa industria, asumida por el Estado. La tercera es la liberalización absoluta de los flujos financieros; se van cayendo, uno tras otro, todos los límites que se habían impuesto a los bancos en su quehacer especulativo, tras su responsabilidad en el crack del 29.
Como en la danza de los Siete Velos, con las privatizaciones de los servicios públicos, con la reconversión, y venta de las más rentables de la industria, con la liberalización de los mercados financieros, el Estado se va despojando de todos los que tapaban su esencia como aparato de “dominación de clase”. De esta manera vuelve el Estado como “maquinaria burocrático militar”.
Aunque actualmente lo que queda de ese estado benefactor son restos circunscritos básicamente a los europeos, el desmontaje del estado de bienestar no fue por decreto, sino un largo proceso de luchas que todavía no ha terminado. Por ello cala en la población la propaganda del sistema, que sigue hablando de él como si estuviéramos en los años 60, fomentando la imagen de hoy tenemos es un “estado del bienestar” al que debemos volver, según los reformistas.
La pandemia de COVID 19 está siendo demoledora para esta imagen; ha acabado con la inercia que se había sostenido a través de la propaganda burguesa, lanzando a la sociedad a lo que realmente vivimos, el viejo estado burgués, la “maquinaria burocrática militar” de Marx y Engels: la respuesta de los Estados a la pandemia pone al descubierto su carácter de instrumento de opresión y explotación.
Ya la crisis de 2007-2008 lo había anunciado, cuando la caída del sistema financiero mundial fue seguida de una inversión billonaria de los Estados para su rescate; pero la salud de la población no estaba en riesgo, “sólo” sus condiciones de vida. Pero hoy lo que está en riesgo es la vida misma de la población; y ante esto los Estados sólo se preocupan de que la “economía no caiga”.
Como a cualquiera que tenga dos dedos de frente no le cuadran las cuentas, puesto que el que no “caiga la economía” entra en abierta contradicción con la salud pública, los Estados tienen que poner de manifiesto lo que son, “máquinas burocrático militares” para garantizar la dominación de clase: unos a las claras, como los mencionados Trump o Bolsonaro, otros con la demagógica de “esto lo vencemos unidos”, como los europeos; pero todos deslizándose por el camino del recorte de libertades y el fortalecimiento de los rasgos bonapartistas y autoritarios de los regímenes.
La diferencia entre los revolucionarios y los reformistas
Se vuelve aquí a la diferencia entre los que quieren enfrentar esta deriva con la nostalgia de una “vuelta a la normalidad” del pasado, la llamada “nueva normalidad”, y los que ven que esta crisis es una manifestación de la decadencia del sistema capitalista, en su fase imperialista. Así, para los reformistas, se adornen de fraseología radical o no, el centro de sus propuestas es exigirle a este Estado lo que habría hecho un “verdadero” estado del bienestar y reconducen las exigencias sociales -expresión política de las necesidades sociales- a las instituciones democráticas.
Pueden, incluso, denunciar a los gobiernos más democráticos por incoherentes; pueden impulsar movilizaciones sociales, con todas las limitaciones impuestas por las medidas de confinamiento, pero en el fondo todo su objetivo es exigir a las instituciones democráticas que resuelvan los problemas, instituciones que no cuestionan como parte de la “maquinaria burocrático militar”; sino que las hacen aparecer como diferentes a las represivas y de alguna manera neutrales, presentando esas medidas represivas como “defensa del bien común”.
Con el fracaso del capitalismo y sus Estados ante la pandemia la reconstrucción del proyecto socialista trae aparejada, como la farsa del drama histórico, la vieja discusión de “tomar” o “demoler” la maquinaria del Estado. Así, tras el fracaso del estalinismo y la degeneración burocrática de la URSS, sectores progresistas como el proyecto renacido de una “internacional progresista” tras Varoufakis para defender una vuelta al estado del bienestar, o el llamamiento de Ramonet a que el nuevo discurso incluya “elementos de socialismo”, sin tocar las raíces del problema, el poder del estado burgués.
De nuevo, las palabras de Marx y Engels resuenan en todo el mundo; para enfrentar la pandemia y evitar un verdadero desastre que en los países dependientes de África, Asia o América puede adquirir tintes de barbarie, la tarea de la clase obrera es “tomar” el aparato del estado para ponerlo a su servicio, o con esto no basta, y no hay que “pasar de unas manos a otras la máquina burocrático-militar, como venía sucediendo hasta ahora, sino demolerla”.
De cómo se responda a esta disyuntiva, las organizaciones se orientarán en el camino de la transformación socialista de la sociedad o quedarán atadas, como su ala izquierda, al estado burgués.