La llamada cuestión nacional ocupa, con mayor o menor intensidad dependiendo de las coyunturas, un lugar central en la vida política, en particular -aunque no sólo- en Europa. Los acontecimientos en Cataluña han puesto de nuevo en primer plano este tema irresuelto durante siglos.
Por Ángel Luis Parras
El presente libro pretende facilitar a los lectores y lectoras interesados, a todo aquel o aquella que quiera ir más allá de la propaganda oficial o de los esquemas manidos, el estudio y la comprensión de «uno de los problemas más laberínticos de las luchas de clases», a decir de León Trotsky.
Pero sobre todo es un libro que va dirigido a aquellos y aquellas que quieran abordar la compresión de este problema no sólo desde la interpretación de la realidad sino desde el compromiso de la lucha por transformarla, desde una óptica de clase e internacionalista.
Las bases objetivas de la cuestión nacional
La ideología dominante no es otra que la ideología de las clases dominantes, que hacen pasar sus ideas como el sentido común y su interés privado como el interés general. Regímenes políticos como el del Estado español, fundamentado en la “unidad indisoluble de la patria” y en la monarquía y el ejército como garantes de tal unidad, abordan la cuestión nacional como si se tratara de una fantasía y su reivindicación como algo obsoleto. Los propagandistas del régimen no escatiman esfuerzos escribiendo sobre “el derecho a delirar”, “el manicomio catalán” o lindezas similares, mientras Wert, el ex ministro de Cultura, llamaba a la cruzada para «españolizar a los niños catalanes».
Estos demócratas son los que rechazan «todos los nacionalismos»… menos el suyo, el nacionalismo español. Reconstruyen la historia a su antojo obviando -eso sí- que cuando su discurso no alcanzó para “consensuar soluciones”, zanjaron sin el menor pudor el problema manu militari.
Para estos individuos la existencia de la “nación española” pareciera algo “natural”, que brotó como un repollo del suelo patrio con ayuda del designio divino. Son los mismos que pretenden explicar el rol de las diferentes naciones en el mundo por el mismo mecanismo “natural”. Si una parte de los países europeos, o los EEUU, son ricos y desarrollados y continentes enteros concentran la miseria y el hambre, es porque el azar así lo dispuso.
Para los apologetas del sistema capitalista, las grandes transformaciones sociales, acompañadas de guerras, revoluciones y contrarrevoluciones, es decir, la explicación materialista del curso de la historia, no ocupa lugar alguno en la definición de estos fenómenos.
El problema nacional no forma para ellos parte de las luchas de clases, motor de la historia. Nunca lo consideraron así y ahora, que pueden apoyarse en la “izquierda” posmarxista y posmoderna, aún menos. No en vano, estas corrientes les aportan un arsenal argumental que postula que las clases sociales desaparecieron y que el mundo lo conforma la “gente”, los “ciudadanos”; que la lucha social se explica por los choques entre “fanáticos” y “civilizados”, “administradores” y “administrados”, el “sentido común” y la “avaricia”.
La presente crisis económica mundial abierta en 2007, la más grande vivida por el sistema capitalista desde la Gran Depresión de los años 30, ha tensado al extremo todas las contradicciones sociales y, como fruto de esa tensión, asistimos al “rebrote” nacionalista en muchos lugares y en el que nos toca de lleno: Cataluña.
Para los marxistas, el problema nacional es un subproducto de esta época imperialista donde el proceso de concentración y centralización de los capitales va destruyendo lo poco que quedaba de la “libre competencia”, deja fuera a naciones enteras y acentúa la dependencia de la inmensa mayoría a un grupo cada vez más reducido de Estados al servicio de las multinacionales y del capital financiero.
«El ajuste estructural europeo en curso, acelerado por la crisis iniciada en 2007, no puede ser comprendido al margen de la nueva división mundial del trabajo […] Para mantener su liderazgo en el mercado mundial de bienes industriales de alta tecnología […] la cadena productiva orquestada por Alemania exige otro estándar de explotación del proletariado en todo el continente. Y mientras más bajo se halle un país en la cadena de suministro, más profundo es el ataque a la clase trabajadora y al estatus del país, cuyo lugar en la jerarquía de los Estados se ve modificado. Una de las consecuencias del profundo ajuste estructural que está sufriendo Europa es el desarrollo de importantes movimientos de disgregación en varios de sus Estados»[1].
El “resurgir” del problema nacional y, en particular, el catalán es el resultado de la combinación de, cuando menos, cuatro factores: una tarea histórica irresuelta por la burguesía española y todos sus regímenes; la crisis económica mundial y su refracción en el Estado español; la política imperialista, en particular la de la Unión Europea, que acelera las tendencias centrifugas en el interior de los propios Estados y, no por último el menos importante, la irrupción a la lucha de los sectores populares catalanes que enfrentan las consecuencias de la crisis y encuentran en la cuestión nacional la expresión, la envoltura, de su indignación social.
La explicación marxista del fenómeno
Para los clásicos del marxismo, sobre cuyos textos se basa este libro, la cuestión nacional no se puede explicar sin entender el proceso de surgimiento, desarrollo y agonía del sistema capitalista mismo. Las diferentes relaciones sociales de producción que la sociedad ha conocido a lo largo de su historia se corresponden a los diversos grados de desarrollo de la humanidad. Las unidades políticas y sociales de la Antigüedad y de la Edad Media sólo eran naciones en germen. La nación, en el verdadero sentido de la palabra, es un producto directo de la emergencia de la sociedad capitalista, con la que surge y se desarrolla.
La burguesía tiende a constituirse en Estado nacional porque es la forma que mejor responde a sus intereses y la que mejor garantiza el mayor desarrollo de las relaciones capitalistas. Pero la conformación de los Estados nacionales fue lo opuesto a un proceso armonioso y pacífico. Cuando la burguesía emergente logró imponerse en forma revolucionaria a la reacción feudal, la formación de grandes Estados nacionales se correspondía con el desarrollo capitalista y constituyó un hecho enormemente progresivo para la humanidad. Así fue la conformación de los EEUU, del Estado alemán, de Francia o Italia, por citar los ejemplos más relevantes.
Ese fue el acontecer de la gran parte de las revoluciones burguesas del siglo XIX. Pero cuando los Estados nacionales se conformaron sin superar las reminiscencias feudales, sin enfrentarlas, por incapacidad y cobardía de la burguesía emergente, la unidad resultante resultó despótica y entorpeció el desarrollo mismo de las fuerzas productivas. Fue el caso de Rusia o Austria-Hungría. Y fue también el caso del Estado español. En esencia, la cuestión nacional no es más que el legado maldito de una revolución democrático-burguesa que nunca triunfó.
Lejos de explicaciones místicas, los marxistas estudiaron la cuestión nacional como parte de las luchas de clases e intentaron comprender su función en cada período histórico, fuera éste el del capitalismo ascendente o el de su decadencia, la época imperialista que abrió la Primera Guerra Mundial en 1914. En un capítulo, que el presente libro recoge de su «Historia de la Revolución Rusa», “La cuestión nacional”, León Trotsky explica así la naturaleza de este fenómeno:
“Mientras que en los Estados de nacionalidad homogénea, la revolución burguesa desarrollaba poderosas tendencias centrípetas [centralizadoras], representadas bajo el signo de una lucha contra el particularismo como en Francia, o contra la fragmentación nacional como en Italia y Alemania, en los Estados heterogéneos tales como Turquía, Rusia, Austria-Hungría, la revolución retrasada de la burguesía desencadenaba, al contrario, las fuerzas centrífugas. A pesar de la evidente oposición entre ambos procesos, expresados en términos mecánicos, su función histórica es la misma, en la medida en que se trata de utilizar la unidad nacional como un importante receptáculo económico: esto exigía realizar la unidad de Alemania y, por el contrario, el desmembramiento de Austria-Hungría”.
Pretender por tanto explicar el problema nacional y el actual rebrote catalán, las actuales fuerzas centrifugas, como producto de las intrigas de éste o aquel o como el giro caprichoso de un sector de la burguesía catalana, tiene el mismo rigor científico que explicar el desarrollo de la humanidad por la manzana de Eva o achacar al pecado original el origen de todos los males universales.
La opresión nacional
La historia del siglo XX ya es conocida. Dos veces los gobiernos de Cataluña proclamaron su independencia. La primera vez lo hizo Macià (abril de 1931), en vísperas de la proclamación de la Segunda República. Entonces un viaje relámpago de una delegación de diputados republicanos y socialistas llegados desde Madrid zanjó el problema con la retirada de la proclamación, la formación del gobierno de la Generalitat y la concesión de un Estatuto de Autonomía. La segunda vez fue el 6 de octubre de 1934 en medio de un proceso de huelga general de la que formaron parte los hechos sangrientos y heroicos de la revolución asturiana. En esta ocasión, el Estat català proclamado por Companys duró 10 horas y concluyó tras varias refriegas, con el gobierno de la Generalitat en la cárcel.
Dos años antes de que estos hechos se desencadenaran, dirigiéndose a la Cámara de diputados, decía el que a la postre acabaría siendo el presidente de la II República, Manuel Azaña:
“[…] Que nadie piense (porque mucha gente lo piensa, yo no digo en la Cámara, mucha gente lo piensa en España) que el acto de votar la Autonomía de Cataluña es un acto de despecho o mal humor, como si dijéramos: ‘uff estos catalanes, ¡qué pesados!, que nos dejen en paz’”[2].
Más de 80 años después, el “uff estos catalanes” sigue ocupando el pensamiento de mucha gente. Pero como toda la ideología dominante, esa idea es producto de décadas y siglos de construcción de prejuicios, cinismo y enmascaramiento de la realidad, una tarea necesaria para preservar los privilegios del poder y mantener la división y enfrentamiento entre los pueblos y en particular entre la clase trabajadora y los oprimidos de las diferentes nacionalidades.
¿Pero qué quieren los catalanes? Quieren aquello a lo que cualquier nación aspira y a lo que debe tener derecho: conformar su propio Estado y decidir las relaciones con los demás en pie de igualdad. Ese hecho democrático básico es el que se ha negado durante siglos y sobre esa base se desarrollan las tensiones que vienen y van, que a veces parecen calmas y “olvidadas” y de “repente” rebrotan con fuerza. La opresión de las “grandes” naciones a las “pequeñas” se manifiesta de muchas maneras pero la esencia de la opresión política a una nacionalidad gira en torno a un hecho preciso que una y otra vez se pretende eludir con subterfugios: la retención por la fuerza de una nación dentro de las fronteras estatales de otra.
Quienes como el rey, el PP, el PSOE, Ciudadanos y también, con otras palabras, Podemos o IU, hablan del obligado «respeto a la ley» o de la necesaria «decisión conjunta de todos los españoles” para decidir el futuro de Cataluña, no hacen sino negar cínicamente el derecho de autodeterminación de los catalanes. El “conjuntamente” no es más que una argucia para negar el derecho a separarse del pueblo catalán si así lo desea.
Esa manida argucia recuerda mucho al cínico argumento clerical que defiende hacer obligatorio el mutuo acuerdo de ambos cónyuges para proceder a un divorcio. Pero el derecho al divorcio es un derecho que reside precisamente en el derecho unilateral de cualquiera de las partes a separase cuando así lo considere. Si no, no existe derecho a divorcio alguno y es en esa situación donde las tensiones son recurrentes y la parte más débil sufre las consecuencias de una unión mantenida a la fuerza.
Los trabajadores españoles, los sectores más humildes de la sociedad, nos hacemos cómplices en innumerables ocasiones de la opresión a otras nacionalidades. Naturalizamos el “orgullo nacional” en el que somos educados y hasta nos parece “provinciano” que haya gente de «este país” que lo rechace, sin reparar ni por un momento que ese “orgullo nacional” que hemos naturalizado se construyó precisamente sobre la base de negar y aplastar otros “orgullos nacionales”.
Quizás uno de los ejemplos más básicos y cotidianos es el de la lengua. Quienes hemos nacido en Madrid, por ejemplo, fuimos construyendo nuestra “identidad nacional” gozando con la lectura de las andanzas del Ilustre hidalgo Don Quijote de la Mancha, lloramos con las desventuras del Lazarillo de Tormes, conocimos las obras de Lope de Vega, de Garcilaso, de Calderón de la Barca, de Becker, de Federico García Lorca, de Miguel Hernández, o nos reímos con las ironías de Quevedo hasta cuando se burlaba de nuestro emblemático río Manzanares llamándole “arroyo con pretensión de río”. ¿Pudieron hacer lo mismo los catalanes, vascos o gallegos? Ellos no pudieron y su “orgullo nacional” se fue construyendo, por el contrario, frente la persecución que durante siglos sufrió su lengua.
Que la concepción nacionalista española en este tema perdure hasta el día de hoy es un hecho más que notable. “Nunca fue la nuestra, lengua de imposición, sino de encuentro; a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano: fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suyos por voluntad libérrima, el idioma de Cervantes”. Esta frase corresponde a un fragmento del discurso de Juan Carlos I (2001) con motivo de la entrega de los premios Cervantes.
Este hecho, como bien recuerda la catedrática de Historia Eugènia de Pagès, “es representativo de la historia de España en los últimos años. Sus asesores [del rey] o tenían un desconocimiento espectacular de la historia o sus grados de manipulación y cinismo también se pueden calificar de extraordinarios. Seguramente, las dos cosas”.
La prohibición de libros de texto en catalán en las aulas así como el que no pudiera hablarse ni escribirse en catalán, data de 1715. Todo el siglo XVIII y XIX está plagado de decretos y leyes en el mismo sentido, incluyendo el edicto real de 1837 que imponía castigos corporales a los infantes que todavía hablaran catalán en la escuela.
Cuando a mediados del siglo XIX se comienza a generalizar la enseñanza primaria, se rectifica esa prohibición (ley Moyano, 1857). Sin embargo, la prohibición del catalán pervivió en las leyes que prohibían los epitafios en catalán en las lápidas de los cementerios, el uso del catalán en las escrituras notariales (1862), en el Registro Civil (1870) o en los juzgados (1881).
De nuevo, bajo la dictadura de Primo de Rivera (1923-30) se impuso la obligatoriedad del castellano en las escuelas y una real orden castiga a los maestros que enseñen en catalán. “Justamente en aquel año, el 1924, al mismo Antoni Gaudí lo detuvieron y golpearon por hablar en catalán delante de los miembros de los cuerpos de ‘seguridad’ del Estado”[3]. También la bandera catalana -la senyera– fue prohibida y hasta la sardana fue proscrita.
Con el triunfo de los militares franquistas, la ley de 9 de abril de 1938 anula el Estatut y prohíbe el catalán. Son los años de los carteles en la vía pública: “No ladres; habla el idioma del Imperio” o del “hable usted en cristiano”, una expresión tomada del siglo XVI, cuando a los andaluces se les prohibía toda lengua, vestimenta o costumbre asociada a las pervivencias moriscas. El dictador Franco manifestaba entusiasta: “la unidad nacional la queremos absoluta, con una sola lengua, el castellano, y con una sola personalidad, la española”.
El catalán no podía ser hablado ni escrito en los libros, en la radio, en el teatro, en los impresos (fueran invitaciones a casamientos o postales de bautizos), en los anuncios y carteles, en el cine, en las fábricas y en las escuelas (públicas o privadas). Hasta enero de 1940 estuvo prohibido el uso del catalán en las cartas privadas.
Desde el inicio de la Transición (1976) hasta el 2008, se publicaron al menos 149 reales decretos y normativas regulando la obligatoriedad del etiquetaje de los productos ¡en castellano! El historial es largo, incluyendo la obligatoriedad del castellano en la ley de Patentes, Registro Mercantil, la ordenación y supervisión de los seguros privados… Baste finalmente recordar la sentencia del Tribunal Constitucional (2010) sobre el Estatut de Cataluña, que niega al catalán el carácter de lengua preferente de la Administración en Cataluña y de lengua vehicular del sistema educativo.
La monarquía actual y toda su corte política no hacen sino heredar el cinismo de los regímenes precedentes, preservando y enalteciendo un “orgullo nacional” construido sobre la opresión de otras naciones.
Una solución muy “española”: resolver el problema a tiros y a cañonazos
Cada vez que Cataluña intentó proclamar su independencia, así fuera jurando y perjurando que lo hacía en el marco de la República federal española, mereció siempre la misma respuesta del régimen español: Cataluña no tiene derecho a decidir. “Cataluña es un pueblo frustrado, un personaje peregrinando por la rutas de la historia en busca de un Canaán que sólo se ha prometido a sí mismo y que nunca ha de encontrar”, decía ante las Cortes el filósofo reaccionario, representante del grupo denominado Agrupación al Servicio de la República, José Ortega y Gasset[4].
Los Estatutos de Autonomía, previamente acordados, han sido luego recortados, bien por las Cortes o bien por el Tribunal Constitucional de turno. El Estatut de Núria, presentado por la Generalitat a las Cortes españolas de la II República, sometido a referéndum en Cataluña y aprobado por una inmensa mayoría, sería recortado hasta límites irreconocibles[5].
El nuevo intento de proclamar el Estado catalán, como antes hemos citado, correspondió a Lluís Companys el 6 de octubre de 1934 y duró 10 horas. “Con media docena de cañonazos bastó para que quedara afianzada la soberanía del poder central”, decía ufano ante las Cortes, reunidas el 29 de noviembre de 1934, Francesc Cambó, el dirigente de la Lliga Regionalista y representante de los industriales y terratenientes catalanes, aliados al poder central.
El entonces presidente del gobierno, Alejandro Lerroux, decretó el estado de guerra y la intervención militar proclamando que la “democracia tiene abiertos todos los caminos para todas las aspiraciones que se encuadran en el Derecho”. Hoy, ante la convocatoria plebiscitaria de elecciones para el 27 de setiembre, Rajoy declara: “No va a haber independencia de Cataluña. No la va a haber […] El Estado está absolutamente preparado para hacer cumplir la Ley cuando alguien la viole”. Al oír a Rajoy, a uno no puede menos que venirle a la memoria la particular forma de “solucionar” la cuestión catalana que históricamente han tenido los regímenes españoles.
Desde Rajoy al rey todos se colocan, como lo hicieran en la República, bajo el manto de “la Ley”, esa ley que niega una y otra vez el principio democrático del derecho de autodeterminación de los pueblos. Si la cuestión no se “soluciona” a golpe de sentencia del Tribunal Constitucional y por medio de amenazas, no vacilarán a recurrir a la represión. La historia atestigua que cada vez que Cataluña pretendió ejercer su derecho a decidir, el régimen español de turno respondió con más recentralización, y cuando el Tribunal Constitucional se les quedó corto, zanjaron el caso manu militari. Por esa razón las amenazas de Rajoy no se pueden tomar a la ligera y el silencio de las fuerzas políticas que se dicen de izquierdas y democráticas resulta vergonzante[6].
El nacionalismo español de “izquierdas”
Una determinada visión del problema nacional es la que representan los ideólogos de la izquierda que no niegan el hecho nacional, la opresión del nacionalismo español sobre las otras nacionalidades. Incluso son defensores de palabra del derecho a la autodeterminación de los pueblos. Estas corrientes políticas abarcan un abanico que va de la socialdemocracia renovada de Podemos al propio Partido Comunista. El problema es que, cuando llega el momento de la verdad en que las nacionalidades reclaman su derecho a la existencia nacional independiente, estas corrientes, en nombre de la «solidaridad», de la “modernidad” o de un supuesto internacionalismo, acaban situándose en el bando de la “unidad nacional” de la nación opresora.
Un ejemplo vivo de todo esto lo representan los dirigentes de Podemos. En un acalorado y patriótico discurso Pablo Iglesias afirmaba:
«Hacen falta Quijotes. Estamos orgullosos de ese español universal. No permitamos que lo conviertan en una marca. Nuestra patria no es una marca, es la gente. Han querido humillar a nuestro país con esa estafa que se llama austeridad. Nunca más España sin sus gentes. Nunca más España como marca para que los ricos hagan negocios. Y decimos ‘patria’ con orgullo. La patria no es un pin ni una pulsera. La patria son los ciudadanos».
No es la primera vez que el secretario general de Podemos se explaya en referencias patrióticas[7].
El discurso sería de aplaudir frente al patriotismo de los Rajoy y compañía, tan prestos a sacar a relucir el orgullo nacional y la defensa de la patria para hablar de la «unidad de España» como sumisos hasta la humillación ante la Sra. Merkel o los EEUU. El problema es que quizás muchos catalanes prefieran estar orgullosos de su universal “Tirant Lo Blanch” (el único libro que se salva de la quema de la biblioteca de Don Quijote), de sus grandes poetas, músicos o pintores. Y quizás prefieran recordar como gestas nacionales la heroica resistencia de 1714 a los borbones o la sublevación de los segadores (“la guerra dels segadors”), que en mayo de 1640 levantó a Cataluña contra el expolio de los reyes españoles. Y que cuando dicen “patria con orgullo” se estén refiriendo a una patria distinta de la de Iglesias, una patria que los patriotas españoles, en pleno siglo XXI, les siguen negando.
Patriotismo español y democracia son dos términos usados ad infinitum por Pablo Iglesias, como si ambos conceptos pudieran ser utilizados en el Estado español sin la menor contradicción. Pablo Iglesias en su conocido libro “Disputar la Democracia” presenta una visión de la historia donde la lucha por la democracia, desde la revolución francesa, aparece como el hilo conductor de la historia. Para él, lo fundamental es “reivindicar la democracia como eje de la lucha política”. Su libro va dirigido a los que luchan por una “sociedad decente” en la que “no tiene ningún sentido buscar un discurso que nos sitúe siempre a la izquierda del resto, sino el que nos sirva para ser el referente de los defensores de la democracia”. La “democracia” es su gran “clave discursivo-ideológica”.
Más aún, el secretario general de Podemos critica con razón las llamadas “razones de Estado” y la cínica “realpolitik” de los “estadistas”. Y fustigando esas concepciones, apostilla: “La razón de Estado demuestra que el Estado está por encima del Derecho”. Por si quedaran dudas, el libro lleva un prólogo donde Tsipras (Syriza) proclama la necesidad de “defender la democracia, promover una participación mayor y más activa del pueblo en la toma de decisiones que le afectan, en todos los niveles […] Utilizar cada oportunidad que la democracia nos ofrece para lograr el gran cambio que necesitamos: darle la vuelta a la economía y ponerla al servicio de la sociedad y las necesidades humanas”.
Pero ante los recientes acontecimientos en Grecia -con la convocatoria de un referéndum donde el pueblo dio un rotundo NO al memorándum de la UE pero el gobierno de Tsipras firmó el SÍ- parece que el concepto de democracia de estos nuevos apóstoles del posmarxismo, su “nueva política”, se parece como gota de agua a la vieja política. Otro tanto podría decirse de la conducta de Iglesias en la primarias internas de Podemos. La “nueva política” recuerda demasiado aquello de “consejos vendo que para mí no tengo”.
Pero donde Iglesias y la dirección de Podemos se llevan la palma es en la actitud hacia Cataluña. Como todo el curso de Podemos en apenas un año, Iglesias pasó del inicial reconocimiento general de los catalanes y vascos a decidir sus destinos, a sus recientes y contundentes declaraciones: “si Cataluña declara unilateralmente la independencia, la respuesta la darán los tribunales”[8].
Así pues para Iglesias, como para Rajoy o Pedro Sánchez y antes Lerroux, Cambó y compañía, el «respeto a la Ley” es el eufemismo para negar a los catalanes el derecho a decidir. ¿Dónde queda el rechazo a la realpolitik, a aquello de que las “razones de Estado” no pueden estar por encima del Derecho? ¿Dónde queda la “democracia como eje de la lucha política”? ¿Qué fue de aquello de “utilizar cada oportunidad que la democracia nos ofrece para lograr el gran cambio que necesitamos”?
Iglesias, ya sin originalidad, apela a los viejos subterfugios. Preguntado qué haría él si fuera presidente del gobierno y el Parlamento catalán aprobara una declaración unilateral de independencia, responde: “Les digo que no es jurídicamente viable. No porque a mí me parezca mal, sino porque la Constitución no lo permite, y entonces les digo: lo que hay que hacer es un proceso constituyente. ¿A nivel estatal? Pues, claro que a nivel estatal”[9].
Apelar a la reforma de la Constitución “a nivel estatal” como condición previa es, en los hechos, y de nuevo, negar el derecho de Cataluña a decidir. Es reconocer el “derecho al divorcio”… sólo cuando hay “mutuo acuerdo”.
Podemos se sitúa así como una nueva formación política que viene a sumarse a las formaciones del régimen monárquico defensoras de la “unidad de España”. El viejo “régimen del 78” sobre el que tanta tinta ha hecho correr Podemos es ahora el marco que asume y defiende frente al derecho a decidir de los catalanes.
La lucha por una salida democrática, de clase e internacionalista
Cuando este libro vea la luz, Cataluña estará en puertas de unas elecciones de enorme relevancia para todo el Estado español y para Europa misma.
La candidatura de Convergència, ERC y las entidades soberanistas (Junts pel Sí), representa el intento de un sector de la burguesía catalana y del partido tradicional de la pequeña burguesía (ERC), de “presionar” para “dialogar” y “negociar” un proceso ordenado de secesión con el Estado, evitando todo choque frontal con las instituciones y la legalidad vigente y en el cuadro de la UE y el euro.
Este sector de la burguesía catalana representado por Artur Mas ha entrado en un forcejeo con el Estado en defensa de un proyecto que, de triunfar, significaría sustituir la dependencia del Estado español por la dependencia alemana. Su defensa del euro y de la UE, su reivindicación de un Estado catalán en el marco de la UE, muestra la naturaleza de clase de un proyecto abocado al fracaso. “Si la proclamación de la República catalana en octubre de 1934 duró 10 horas, con un gobierno Mas no durará ni cinco minutos”.[10]
El legítimo odio de tantos sectores de la clase obrera y de la juventud hacia Artur Mas, a quien identifican con razón con los recortes sociales, las privatizaciones y la corrupción en Cataluña, empuja en no pocas ocasiones a identificar a Cataluña en su conjunto con Mas y a equiparar al derecho a decidir con una maniobra de éste. Pero como decía Lenin en su polémica con Rosa Luxemburg, en nombre de combatir el nacionalismo de la burguesía de las naciones oprimidas, no podemos en ningún caso favorecer el nacionalismo ultrarreaccionario de la nación opresora.
Los activistas de la clase obrera y quienes seguimos defendiendo las banderas del socialismo, tenemos la convicción de que las tareas democráticas pendientes sólo podrán ser resueltas de manera consecuente y cabal por la clase trabajadora. Y nos ubicamos en el campo de la defensa intransigente del derecho de autodeterminación, del derecho de decidir de los pueblos, contra la retención por la fuerza de cualquier nación dentro de las fronteras de un Estado dado.
Acabar con el desempleo, con los desahucios, con las reformas laborales y los pensionazos, defender salarios dignos, combatir a la Troika, sus memorándums y sus recortes, es decir, luchar para acabar con la explotación, con este sistema capitalista que nos sitúa en la barbarie a cada paso, exige la unidad de la clase obrera y su entrada en escena como clase. Pero esa unidad no será posible si la clase obrera no se convierte en la primera defensora de todas las tareas democráticas pendientes, en la vanguardia de la lucha para poner fin a toda forma de opresión y, en particular, la opresión nacional. Quien divide es el nacionalismo opresor. La unidad se logra en la lucha común contra la opresión. Las tareas sociales y las de liberación nacional son un todo indisoluble de la lucha para lograr esa unidad.
Cuanto más convencidos estemos de que la unidad de los pueblos en el Estado español, en la península y en toda Europa es una necesidad vital, más obligados estamos a luchar por una Federación de Repúblicas Ibéricas en una Europa de los trabajadores y los pueblos. Pero esa unidad es inviable si no es una unión libre de pueblos libres, algo imposible sin el derecho de cada pueblo a decidir sobre su futuro nacional y su relación con los otros pueblos y Estados.
En octubre de 2014, un grupo de activistas sindicales del Estado español firmamos un manifiesto titulado “Por el derecho a que el pueblo catalán decida». El manifiesto recibió, como era de esperar, muchos elogios y muchas críticas. En uno de los comentarios remitidos, un activista sindical de Cataluña decía: “con estos yo sí me federaba”. Creo, sin ningún género de dudas, que es el mejor comentario recibido y muestra que desde el reconocimiento del derecho de los pueblos a decidir, desde el respeto efectivo y pleno a su soberanía, desde el establecimiento de verdaderas condiciones de igualdad, la unidad, la unión libre, es posible.
El viejo Lenin, un ruso, no escatimó epítetos para los que mantenían posiciones ambiguas acerca del derecho de autodeterminación de los pueblos:
“El socialdemócrata ruso que ‘reconoce’ el derecho de las naciones a su autodeterminación […] sin defender la libertad de separación de las naciones oprimidas por el zarismo, es de hecho un imperialista y un lacayo del zarismo”[11].
Esperemos que el lector o lectora encuentre en este trabajo material suficiente para cargarse de razones en esta lucha titánica que tenemos por delante.
Madrid, julio de 2015
[1] “Unión Europea: Una maquinaria de guerra contra los trabajadores y los pueblos”, Ricardo Ayala y Felipe Alegría, ediciones de Corriente Roja.
[2] Citado en “Cataluña, Diez horas de independencia”, José García Abad, Ediciones El Siglo.
[3] Recuerda Eugènia de Pagès.
[4] Discurso en sesión del Parlamento español.
[5] El Estatuto de Autonomía al que se hace referencia fue conocido como el Estatut de Núria y tenía un marcado carácter federal. Fue sometido a referéndum el 3 de agosto de 1931, aprobado por una inmensa mayoría del pueblo de Cataluña. Sin embargo el Parlamento español consideró que el texto “chocaba con la Constitución de la República”. El gobierno presidido por Azaña presentó al Parlamento una nueva versión del Estatuto ampliamente recortado. Por citar algunos ejemplos, el Estatut de Nuria fue elaborado en base al principio del “derecho de autodeterminación” y de una “concepción federal del Estado”. Su Artículo 1º decía: “Cataluña es un Estado autónomo dentro de la República española…” En lo referido al idioma: “La lengua catalana será la lengua oficial de Cataluña”. En lo referente a la Hacienda pública establecía la constitución de la Agencia Tributaria de Cataluña, que cobraría todos los impuestos que se pagasen en el territorio y después transferiría al Estado una cantidad a determinar por una comisión mixta Estado-Generalitat. El Estatuto de Autonomía fue finalmente aprobado en 1932 haciendo desaparecer, entre otros, todos esos términos. Cataluña pasaba a ser “una región autónoma dentro del Estado español”.
[6] Ver la declaración de Corriente Roja en el capítulo VII: “Otra vez, como siempre, la amenaza como respuesta a Cataluña”.
[7] “Pocos crímenes [son] menos disculpables que el del hombre que se sitúa al frente de un gobierno, o de un sistema de gobierno, sin fe en su patria”. Pablo Iglesias, “Disputar la Democracia”, página 59, Editorial Akal.
[8] eldiario.es 20/07/2015
[9] Público 25/6/15
[10] “El 27-S y los retos de la CUP-Crida Constituent”. Declaración de Corrent Roig 22/07/2015, ver en capítulo VII.
[11] “Balance de la discusión sobre la autodeterminación”, Lenin, publicado en este libro (capítulo 2.2).
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