En medio de  un París blindado por casi 10 mil efectivos  de las fuerzas represivas –y más de 89 mil en toda Francia–, decenas de miles de “chalecos amarillos” volvieron a tomar las calles y bloquear carreteras para desafiar a Macron y enfrentar su política represiva y de austeridad.

 

El dispositivo de seguridad, proporcional a la preocupación que este fenómeno social despertó en el gobierno  y el régimen franceses, fue enorme. Los principales museos, así como la Torre Eiffel , el Panteón y los teatros fueron cerrados. Los comercios, también. Pero las protestas se dieron de todas maneras, en su cuarto final de semana consecutivo.

Ni el retroceso de Macron, que días antes anuló la medida de aumentar el impuesto a los carburantes, aplacó los ánimos de una clase trabajadora harta de austeridad y que siente la desigualdad social. El movimiento, que comenzó espontáneo, fue creciendo y ampliando sus demandas. Ya no se trata solo de “los combustibles”. El aumento de salario mínimo, la ampliación de los gastos sociales, la fuerte tasación a las grandes fortunas y el alivio fiscal a las clases medias se fue imponiendo en las calles. Hoy, el grito más coreado, así como la entonación de La Marsellesa y Bella Ciao, fue: ¡Macron, dimisión!.

 

La policía francesa usó gases lacrimógenos y cañones de agua para dispersar a los manifestantes. La represión fue más dura en esta ocasión. Hasta el momento, casi mil manifestantes  fueron detenidos. Todavía está  por verse qué dinámica tomará el movimiento, que no parece estar intimidado. Pero una cosa ya está clara: Macron sufrió su primera derrota y está a la defensiva. Se ha abierto  una crisis importante en su gobierno. Y el movimiento de los “chalecos amarillos” consiguió entusiasmar, con su coraje, y mostrar el camino a toda la clase obrera y a las clases medias arruinadas de Europa.

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