El asesinato sistemático de dirigentes y luchadores populares es la expresión más visible que adopta la lucha de clases en el país. Cada dos días, en promedio, un dirigente barrial, de recuperación de tierras, indígena o campesino es víctima de los métodos de guerra civil con que sectores de la burguesía, terratenientes y narcotraficantes imponen sus planes de sobreexplotación y despojo. Al tiempo, decenas de ex combatientes de la guerrilla son abatidos por bandas paramilitares a las que ninguna institución estatal les pone freno, pues se ha ido configurando un panorama similar al que vivimos desde mediados de los 80 con el genocidio a la Unión Patriótica, A Luchar y al movimiento obrero y sindical.
El pasado 20 de julio, mientras Duque daba su discurso ante el Congreso de la República, eran asesinada la abogada Yamile Guerra, defensora del agua en el Páramo de Santurbán, y los dirigentes comunales Arbey Ramón (Montañita, Caquetá) y Humberto Días (Gigante, Huila). Mientras el uribismo anuncia una cifra de disminución de los asesinatos, la masacre a quienes luchan continúa, con la deslegitimación de sus luchas por parte del gobierno.
Todos los gobiernos anteriores cohonestaron con las bandas de asesinos. Desde los que se presentaban como democráticos y conciliadores, como los de Belisario y Samper, hasta los abiertamente represivos y reaccionarios, como los de Turbay y Uribe. Las bandas paramilitares florecieron por igual bajo el gobierno de Gaviria que bajo el de Pastrana.
Los métodos de guerra civil para enfrentar la lucha de los trabajadores y los pobres han sido, y siguen siendo, una característica del régimen político de la burguesía colombiana. Lo que se está dando ahora es la nueva expresión de ese método reaccionario, con el telón de fondo de los acuerdos de paz. La justificación social de la existencia de la guerrilla, con la que legitimaron la masacre anterior, ha sido sustituida por la justificación explicada por la existencia de una supuesta lucha entre facciones que se disputan los negocios del narcotráfico y la minería clandestina y por la descohesión social que da origen a todo tipo de enfrentamientos personales y pasionales.
Los asesinatos de los dirigentes comunales que organizan la lucha por el suelo urbano – como el de María del Pilar Hurtado – y de los dirigentes indígenas y campesinos que se colocan al frente de los procesos de restitución de las tierras de las que fueron despojados en el período anterior son encubiertos con las más inverosímiles historias de colaboración con los cárteles de la droga, de microtráfico, de eventualidad por el accionar de la delincuencia común o, simplemente, por enfrentamientos personales.
Pero detrás de todo, lo que sigue actuando como el motor de la violencia contra la población pobre, y en especial contra sus líderes, es la realidad de una batalla por la tierra que no se ha resuelto en ochenta años de lucha y de una situación de pobreza y desigualdad que configuran una caldera social que no encuentra un desfogue hacia adelante por el papel entreguista y traidor del conjunto de las direcciones mayoritarias de la izquierda, los trabajadores y las organizaciones sociales.
La incapacidad – en gran medida consciente – de la dirigencia de las organizaciones de los trabajadores y del movimiento social, para organizar y unificar las luchas políticas, sociales y económicas de la clase trabajadora y los pobres, deja a los luchadores a merced de las bandas militares y paramilitares que actúan regionalmente al amparo de los gobiernos y los gamonales locales.
Ningún sector político burgués, ninguna iglesia, ningún gremio económico está realmente en contra de los asesinatos. El gobierno de Duque demagógicamente dice combatir a las bandas de asesinos al servicio de los terratenientes y de la burguesía, cuando todos sabemos que a nivel nacional esas organizaciones actúan con el beneplácito de la fuerza pública y los gobernantes. Y las direcciones de las organizaciones reformistas, incluyendo la dirección del nuevo partido de la Farc, se limitan a hacer llamados al gobierno a que proteja a los dirigentes y los desmovilizados, y a que garantice el respeto a los “derechos humanos”. Confían en el régimen y en el Estado burgués y llaman a sus bases a confiar en ellos, como si la vida se protegiera con poemas o flores o llamados a la reconciliación. De hecho, están repitiendo la experiencia vivida por la Unión Patriótica y el resultado será similar si no hay respuesta de la clase trabajadora y los sectores sociales y políticos involucrados.
La orientación para poner freno a los asesinatos y las amenazas no va a venir de los sectores de la burguesía que de palabra defienden los acuerdos de paz, ni de los partidos reformistas. La respuesta solo puede venir de las organizaciones sociales y de los propios amenazados. La respuesta debe ser la movilización de las organizaciones sociales para frenar esta masacre, que por cada asesinato de un luchador social se haga de inmediato un paro nacional.
¡¡¡ Ante cada asesinato, Paro Nacional Inmediato !!!
¡¡¡ No más luchadoras y luchadores sociales asesinados !!!
¡¡¡ El Gobierno de Duque es responsable de los crímenes de los luchadores sociales !!!