Dicen que las revoluciones tardías son las más radicales. El 25 de abril de 1974 se derrumbó la dictadura más antigua de Europa. La rebelión militar organizada por el MFA (Movimiento de las Fuerzas Armadas), una conspiración dirigida por la oficialidad media de las Fuerzas Armadas que evolucionó en unos pocos meses, de una articulación corporativa a la insurrección, fue fulminante. Abatida militarmente por una guerra sin fin, exhausta políticamente por la ausencia de base social interna, agotada económicamente por la pobreza que contrastaba con la norma europea, y culturalmente cansada por el retraso oscurantista impuesto durante décadas, pocas horas fueron suficientes para una rendición incondicional. Fue entonces cuando el proceso revolucionario que conmocionó Portugal comenzó. El levantamiento militar precipitó la revolución, y no al revés.
Por Valério Arcary
Comprender el pasado exige un esfuerzo de reflexión sobre el campo de posibilidades que desafiaba a los sujetos sociales y políticos que actuaban proyectando un futuro incierto. En 1974, una revolución socialista en Portugal podría parecer improbable, difícil, arriesgada, o dudosa, pero era una de las perspectivas, entre otras, que estaba en el horizonte del proceso. Ya se dijo que las revoluciones son extraordinarias porque transforman lo que parecía imposible en plausible, o incluso probable.
A lo largo de sus diecinueve meses de sorpresas, la revolución imposible, aquella que hace aceptable lo inadmisible, provocó todas las cautelas, contrarió todas las certezas, sorprendió todas las sospechas. Ese mismo pueblo portugués, que soportó durante casi medio siglo la más larga dictadura del continente – abatido, postrado, incluso resignado – aprendió en meses, encontró en semanas y, en algunos momentos, descubrió en días, aquello que décadas de salazarismo no le habían permitido siquiera desconfiar: la dimensión de su fuerza. Pero estaban solos. En aquella estrecha franja de tierra de la Península Ibérica, el destino de la revolución fue cruel. Esta llegó seis años después del mayo de 1968 francés. Los pueblos del Estado español sólo se pusieron en movimiento en la lucha final contra el franquismo cuando, en Lisboa, ya era demasiado tarde. La portuguesa fue una revolución solitaria.
El régimen semipresidencialista actual en Portugal no se debe confundir como heredero directo de las libertades y los derechos sociales ganados por la revolución en sus intensos dieciocho meses. El régimen que mantiene a Portugal como el país más pobre de Europa es el resultado de un largo proceso de reacción de las clases poseedoras y sus aliados en las clases medias poseedoras. La insurrección militar creció como una revolución democrática cuando las masas salieron a las calles, que enterró el Salazarismo y salió victoriosa. Pero la revolución social que nació de las entrañas de la revolución política fue derrotada. Puede sorprender la caracterización de revolución social, pero cada revolución es una lucha en proceso, una disputa, una apuesta en la que reina la incertidumbre. En Historia no se puede explicar lo que sucedió teniendo en cuenta sólo el resultado. Eso es anacrónico. Es una ilusión óptica del reloj de la historia. El final de un proceso no lo explica. De hecho, lo contrario es más cierto. El futuro no descifra el pasado. Las revoluciones no pueden ser analizadas solamente por el resultado final. O sus resultados. Ellos explican, fácilmente, más sobre la contrarrevolución que sobre la revolución.
Las libertades democráticas nacieron del vientre de la revolución, cuando todo parecía posible. Sin embargo, el régimen democrático semipresidencialista que existe hoy en Portugal no se deriva del proceso de luchas abiertas el 25 de abril de 1974. Vino a la luz después de un auto-golpe de la cúpula de las Fuerzas Armadas organizados por el Grupo de los Nueve el 25 de noviembre de 1975. La reacción triunfó después de las elecciones presidenciales de 1976. Fue necesario recurrir a los métodos de la contra-revolución en noviembre de 1975 para restablecer el orden jerárquico en el cuartel y disolver el MFA que hizo el 25 de abril. Es cierto que la reacción con tácticas democráticas dispensó un levantamiento militar con métodos genocidas, como había ocurrido en Santiago de Chile, en 1973. No fue accidental, sin embargo, que el primer presidente elegido fuese Ramalho Eanes, General de 25 de noviembre.
La revolución portuguesa fue, por lo tanto, mucho más que el final retrasado de una dictadura obsoleta. Hoy sabemos que el capitalismo lusitano escapó a la tormenta revolucionaria. Sabemos que Portugal logró construir un régimen democrático razonablemente estable, que la Lisboa dirigida por los banqueros e industriales sobrevivió a la independencia de sus colonias y, finalmente, se integró en la Unión Europea. Podría, sin embargo, haber sido otro el resultado de aquellos combates, con inmensas consecuencias para la transición española del final del franquismo.
Lo que la revolución conquistó en dieciocho meses, la oposición tardó dieciocho años en destruir y , aún así, no consiguió anular todas las conquistas sociales alcanzadas por los trabajadores. Después de haber alimentado durante un año y medio las esperanzas de una generación de obreros y jóvenes, la revolución portuguesa se estrelló contra obstáculos insuperables. La revolución portuguesa, la tardía, la democrática, tuvo su momento a la deriva, se encontró perdida y terminó derrotada. Pero fue, desde el inicio, hija de la revolución colonial africana y merece ser llamada por su nombre más temido: revolución social.
La inestabilidad del proceso desafió la solución bonapartista-presidencial de Spínola en tres meses. Spínola fue derrotado con el cese de Palma Carlos como primer ministro y el nombramiento de Vasco Gonçalves y, a continuación, la convocatoria de elecciones para la Constituyente antes de las elecciones presidenciales. Un año después del 25 de abril de 1974, la carta del golpe militar ya se había probado dos veces, y dos veces aplastada. La contra-revolución necesitó cambiar su estrategia después de la segunda derrota de Spínola. Tres legitimidades se disputaron fuerzas después del 11 de marzo de 1975: la del Gobierno provisorio sustentado por el MFA, con el apoyo del PC; la del resultado de las urnas para la Constituyente electa en el 25 de abril de 1975, en la que el PS se afirmó como mayor minoría, pero que podría ser defendida como una mayoría, al considerar el apoyo de los partidos de centro-derecha (PPD) y derecha; y aquella que surgía de la experiencia de movilización en las empresas, en las fábricas, en las universidades, en las calles, la democracia directa de la autoorganización.
Tres legitimidades políticas, tres bloques de clase y alianzas sociales, tres proyectos estratégicos, en fin, una sucesión de gobiernos provisorios en una situación revolucionaria, con una sociedad dividida en tres campos: el del apoyo al gobierno del MFA, y dos oposiciones, una de derecha (con un pie en el gobierno y otro fuera, pero con importantes relaciones internacionales) y otra de izquierda (con un pie en el MFA y otro fuera, y una devastadora dispersación de fuerzas). Ninguno de los bloques políticos conseguía afirmarse por si solo durante el caluroso verano de 1975. Fue entonces cuando la contra-revolución recorrió a la movilización de su base social agraria en el Norte, y algunas partes del centro del país. Sin embargo, la reacción clerical reaccionaria era todavía insuficiente. Portugal ya no era el país agrario que Salazar había gobernado. Apeló, entonces, a la división de la clase trabajadora, y para ello el PS de Mário Soares era indispensable. Recorrió a la estrategia de la alarma, del miedo, del pánico para asustar e insuflar a los sectores de la clase media propietaria contra la clase obrera. Pero, por encima de todo, la cuestión prioritaria para la burguesía, entre marzo y noviembre de 1975, fue la recuperación del control sobre las Fuerzas Armadas.
La revolución tardía
A pesar de sus largos 48 años, el cese del régimen encabezado por Marcelo Caetano fue, paradójicamente, una sorpresa. Los gobiernos de Londres, Paría o Berlín sabían que el pequeño país ibérico vivía desde hacía décadas una situación anacrónica: último Estado enterrado en una guerra colonial en tres frentes sin perspectiva de solución, un “Vietnam africano”, condenada hasta por resolución de la ONU. La dictadura, ya senil de tan decadente, aún imponía un régimen implacable en la metrópolis. Mantenía una policía de facinerosos- la PIDE- que garantizaba las cárceles repletas, y la oposición en el exilio. Controlaba mediante la censura cualquier opinión crítica hacia el gobierno, prohibía las actividades sindicales, reprimía el derecho a huelga. Mientras tanto, ni siquiera Washington había previsto el peligro de una revolución. La explicación histórica más estructural de la estabilidad del régimen salazarista remite a la supervivencia tardía de un inmenso Imperio, formado en el florecimiento de la época moderna.
El 28 de mayo de 1926 un golpe de Estado protofascista derrumba la primera república portuguesa, instalando una dictadura militar liderada por el general Gomes da Costa, sucedido por el general Carmona. Los jefes militares invitan a Antonio de Oliveira Salazar, hasta entonces un profesor de economía en Coimbra, para ser ministro de Finanzas, cargo que sólo asumirá en 1928, cuando tenía 39 años. Asumirá la posición de Primer Ministro en 1932. Conocido como Estado Nuevo, el régimen no parecía excepcional en los años treinta, cuando el capitalismo europeo se inclinó hacia un discurso nacionalista exaltado, y recurría a larga escala, incluso en sociedades más urbanizadas y, económicamente, más desarrolladas, a los métodos de la contra-revolución para evitar revoluciones sociales como el Octubre ruso. La dictadura en Portugal asombraría, mientras tanto, por su longevidad.
El fascismo “defensivo” de este Imperio desproporcional y semi-autárquico sobrevivirá a Salazar, permaneciendo increíbles 48 años en el poder. La burguesía de este pequeño país resistirá a la huelga de descolonización de los años cincuenta durante un cuarto de siglo. Encontrará fuerzas para enfrentar, a partir de los años sesenta, una guerra de guerrillas en África, Guinea-Bissau, Angola y Mozambique, incluso si, en la mayor parte de estos largos años, una guerra más de movimientos, que una una guerra de posiciones, aún así, sin solución militar posible. Pero la guerra sin fin acabó destruyendo la unidad de las Fuerzas Armadas. Quiso la ironía de la historia que fuese el mismo ejército que dió origen a la dictadura que destruyó la I República, el que derrumbase el salazarismo para garantizar el final de la guerra.
La reforma por lo alto, por cambios internos del propio salazarismo, la transición negociada, la democratización pactada, tantas veces esperada, no llegó. Los cambios de la oficialidad media expresaban la desesperación de las clases medias hacia la estupidez de la dictadura. El oscurantismo sofocaba la nación. Después de la insurrección militar se abrió una ventana de oportunidad histórica, y lo que las clases propietarias habían evitado hacer con reformas, las masas populares se lanzaron a la conquista por la revolución. El salazarismo obsoleto de Caetano acabó encendiendo la chispa del más profundo proceso revolucionario en Europa Occidental, después de la Guerra Civil Española en 1939.
Traducción de Belén Rodríguez