Desde la caída del Muro de Berlín, los medios de comunicación del mundo occidental han llenado páginas y páginas y ocupado horas y horas de televisión para hacernos creer que éramos más libres, toda vez que el muro representaba la división entre “dos mundos” enfrentados e incompatibles.
Y fue bueno, muy bueno, que las masas derribaran ese Muro, pero no nos engañemos. En esos años de 1990 comenzó también una ofensiva voraz de los imperialismos para apoderarse, vía los planes neoliberales, de cualquier porción de mundo que pudiera proponerse ser independiente o intentara salirse de sus dictados. Implementaron, entonces, la “globalización”. Esa que prometían sería la integración de todos. Y, en ese marco, la Unión Europea, que auguraba un Estado supranacional donde las personas podrían desplazarse libremente para trabajar y vivir.
Que bueno sería poder decir que vivimos en un mundo sin fronteras y sin muros… que fuera así. Sin duda, todo lo que la humanidad tiene de bueno podría compartirse y servir para que todos alcanzásemos nuestros máximos potenciales, conociésemos y aprehendiésemos este mundo que tanto tiene para ofrecer.
Sin embargo, la realidad está muy lejos de eso. El mundo globalizado que nos propusieron por esos años y que intentaron vendernos como la integración de los Estados y las naciones, y los países y los continentes, después de derribado el tristemente célebre Muro de Berlín, es una de las peores farsas que se han dicho e implementado.
La tan mentada “globalización”, que parecía ser “un mundo de puertas abiertas para todos”, no fue ni es nada más que un teatro de operaciones para los ricos y poderosos. Y en ese teatro hay papeles protagónicos y papeles de reparto.
El protagonismo fue usurpado por las burguesías, con grandes corporaciones empresariales y bancos, donde el capital financiero y la especulación y la corrupción se llevan –de la mano de los gobiernos de los países más ricos: el amo del mundo, Estados Unidos, y sus cómplices y secuaces, los imperialismos de la Unión Europea y algunos otros países– el esfuerzo y el sacrificio de los elencos de reparto de todo el resto.
Y los papeles de reparto, que incluyen pobreza, miseria, desocupación, opresiones ilimitadas y otras muchas otras lacras, les fueron dados a la mayoría de los habitantes de los países pobres, coloniales y semicoloniales, dependientes de los poderosos protagonistas.
Y como los protagonistas deben “cuidar” sus roles y no dejarse avasallar por aquellos del resto que intentan vivir mejor, decidieron terminar con la farsa y comenzar a levantar muros que eviten el atropello.
Así, desde la caída del Muro de Berlín –cuando había en todo el mundo 16 de ellos– se han levantado o están en construcción 65 murallas que intentan detener el “avance” de miles de refugiados e inmigrantes que huyen de las guerras de Medio Oriente, de la falta de perspectivas en algunos otros países asiáticos, y también africanos, europeos y/o latinoamericanos, que procuran todos conseguir un lugar mejor donde poder trabajar y vivir con sus familias.
Pero los poderosos –y otros sectores a los que los poderosos convencieron de que el problema que amenaza sus cada vez más escasos privilegios son los inmigrantes– imponen a los migrantes la ilegalidad, el terror y hasta la muerte. Y vemos un aumento de migrantes que, sin embargo, bien podría ser absorbido por esos países de destino, pero que debido a la crisis económica no quieren ya aumentar la mano de obra barata inmigrante. Por eso, han cambiado su política y, al mismo tiempo, utilizan y hacen crecer el fantasma de la inmigración como una amenaza para confundir a sus propios pueblos.
Por eso, lo que crea esta “crisis migratoria” actual no es el aumento exponencial de nuevos inmigrantes sino el cambio de política de los países receptores y su endurecimiento en las fronteras, lo que conlleva todo tipo de violencia y atrocidades contra los más pobres y “desclasados” que intentan superar las barreras… y los muros –físicos e ideológicos– que les impone el capitalismo, el “mundo globalizado”.
Y, entonces, ese mundo de puertas abiertas de los países “democráticos” se revela de pronto para los inmigrantes –y para todos los que quieran verlo– como lo que realmente es: una cárcel repleta de muros casi inviolables, con guardias armados y dispuestos a matar, en medio de una hipocresía creciente y asquerosa que pretende hacernos creer que la xenofobia, la desidia y la corrupción no existen o solo son males de “alguna otra parte” del mundo.
En los últimos días, esta crisis migratoria se ha cobrado más vidas que en años anteriores y ha rebasado las fronteras de países europeos como Italia, Hungría, Macedonia y Grecia, muchas veces como países de paso hacia Alemania y Europa del Norte.
Y en medio de ese caos, los muros siguen subiendo… A los ya conocidos y siniestros que Israel le impone a Palestina –en franca violación a la legislación internacional y con el objetivo de marcar una frontera que vía la ocupación de territorios le permita apoderarse de tierras y vidas– y los Estados Unidos a México y los países centroamericanos –con el argumento de reforzar las fronteras para evitar la infiltración de “terroristas islámicos” (y, de paso, latinos y pobres)–, se suman el de la ruta balcánica, a lo largo de la frontera de Serbia con Hungría, con 177 kilómetros de largo, impulsado por el conservador gobierno húngaro de Orban, que pretende detener el flujo migratorio de personas provenientes de Siria, Afganistán y Pakistán a través de Serbia, y con destino a Alemania, Austria y la península escandinava.
Y otros muros, como el Evros, entre Grecia y Turquía, que frena la entrada de inmigrantes que anhelan llegar a la Unión Europea; o los levantados en Irlanda del Norte con el nombre de “líneas de paz”, para separar comunidades católicas y protestantes; o los existentes entre España y Marruecos, en los enclaves españoles de Ceuta y Melilla, que cada día se cobran la vida de muchos que intentan saltarlos, cuando no son muertos en las aguas o asesinados por la represión.
O el alambrado con que la India rodea a Bangladesh con el objetivo de frenar la emigración, y que ha dejado a por lo menos 100.000 personas en la más absoluta indefensión, sin ningún servicio y varados en tierra de nadie. Y hasta la pequeña Chipre tiene un muro que divide en dos a su capital, Nicosia, y que separa a las poblaciones griega y turca desde 1974.
También existe un muro de arena de casi 3.000 kilómetros en el Sáhara Occidental que separa a Marruecos de las regiones bajo control del Frente Polisario; y el de Arabia Saudita-Irak, que llega a los 900 kilómetros, con miradores, torres de control y centros de intervención rápida; y otro, en Bulgaria, que recorre toda la frontera terrestre con Turquía para evitar la entrada de refugiados provenientes de los países árabes en guerra.
Así, la mentada “globalización” que se pretendía “unía el mundo en un solo mundo para todos”, solo unió a los imperialismos contra los trabajadores y los pueblos que obligados por las guerras, la miseria, el hambre, la falta de oportunidades, el terror, la opresión, la desocupación y otros tantos factores por el estilo, emigran en masa hacia lo que consideran un lugar mejor, y donde se encuentran con vallas, muros, controles, requisiciones, cuando no con la violencia descarada de los “gobiernos democráticos” que no les permiten la entrada y los fuerzan a vivir en campamentos de refugiados, en un peregrinaje sin fin de frontera en frontera… de muro en muro.
El “mundo de todos y para todos” se convierte así, cada día más, en el teatro de operaciones que abriga a los ricos y poderosos, protagonistas de la comedia que representan ante el elenco de reparto que vive la tragedia cotidiana de tener que huir para encontrar un lugar “mejor” en el cual vivir y donde solo encuentran muros y más muros –esos sí, “globalizados”– que los empujan de un lado a otro de cada frontera natural o fabricada para mostrarles que el mundo no es de todos y para todos.
Sin embargo, algunas veces este mundo “ancho y ajeno” muestra también que la grandeza humana es infinita, que la solidaridad entre trabajadores y pobres ha conseguido tirar abajo muchas barreras, que los muros pueden derribarse y que la lucha inquebrantable “de los del reparto” puede hacer tangible y verdadero ese mundo sin fronteras y sin muros al que aspiramos y por el cual luchamos.
Esa es nuestra lucha, esa es nuestra esperanza, ese el objetivo último en el que debemos empeñar nuestro esfuerzo y nuestras vidas. La construcción de ese mundo libre, de personas libres, no es fácil pero tampoco es utópico. Es la lucha sin atajos ni claudicaciones, es la revolución obrera y socialista internacional, el único camino que nos permitirá vivir libres en ese “mundo de todos y para todos”.