A lo largo de su extensa trayectoria, Trotsky realizó numerosos aportes al marxismo, algunos de los cuales deben ser considerados cualitativos.
En primer lugar, hay que mencionar la concepción de la revolución permanente que comenzó a elaborar en 1905 y que desarrollaría hasta su formulación de la década de 1930. Contiene un análisis muy profundo sobre la combinación de tareas que impulsan la lucha de las masas y las revoluciones, la dinámica de las clases sociales en estos procesos, la necesidad de la dictadura del proletariado para llevar hasta el fin no solo las tareas socialistas sino también las democráticas y el carácter internacional de la revolución.
Aunque la formulación de la década de 1930 requiere de algunas actualizaciones y correcciones, continúa siendo la única teoría-programa que responde al desarrollo de la revolución internacional en la época capitalista imperialista. A partir de las Tesis de Abril de 1917, redactadas por Lenin, los bolcheviques adoptan esta concepción y luego lo hace la III Internacional en sus cuatro primeros congresos.
La burocratización estalinista trajo consigo un profundo retroceso teórico político y programático. La concepción de la revolución permanente y sus “tres aspectos” pasaron a ser atacados: la revolución socialista internacional fue reemplazada por la tarea de “construir el socialismo en un solo país” y el combate contra la burguesía a nivel nacional dio lugar al llamado a la conciliación de clases, los acuerdos políticos permanentes con sectores burgueses en los llamados frentes populares y la concepción de una revolución dividida en etapas. Desde entonces, revolución permanente es sinónimo de trotskismo.
La revolución política
Otro aporte cualitativo de Trotsky son los análisis, definiciones y conclusiones sobre la URSS burocratizada por el estalinismo, contenidos en su libro La Revolución Traicionada (1937). La URSS no era un estado “capitalista” ni tampoco “socialista” sino una transición entre ambos, con una profunda contradicción entre las bases económico-sociales del estado obrero y la superestructura estatal burocratizada. Planteó que esa totalidad era altamente inestable y, a partir de allí, elaboró su famoso “pronóstico alternativo” sobre las posibles dinámicas: o una revolución política derribaba a la burocracia o la burocracia restauraría el capitalismo [2].
La conclusión era que, para defender la URSS como estado obrero, la tarea de las masas soviéticas era realizar una revolución política: es decir derribar el aparato burocrático estalinista y reconstruir los organismos de democracia obrera pero manteniendo las nuevas bases económico-sociales del estado obrero. Podemos decir que es con esta elaboración que nace el trotskismo como corriente propia dentro del marxismo, con pleno derecho y necesidad de su existencia.
El pronóstico alternativo de Trotsky se demostraría como una genialidad (aunque fuera en su variante más negativa): varias décadas después, la burocracia soviética restauró el capitalismo en la URSS, y el proceso se repitió también en China, Cuba y los demás ex estados obreros.
Hoy ya no existen estados obreros burocratizados y podría concluirse que la revolución política, tal como la formuló Trotsky, no es entonces una tarea para el presente. Creemos que en su contenido profundo no es así. En un artículo publicado en 1985, el trotskista argentino Nahuel Moreno hace extensiva esta tarea a todas las organizaciones obreras que son parasitadas, deformadas y degeneradas por la burocracia, como los sindicatos. Con este enfoque más amplio (derribar a la burocracia e imponer la democracia obrera) la revolución política es una tarea que está más presente que nunca y también debe ser sinónimo de trotskismo.
El Programa de Transición…
Trotsky escribió el Programa de Transición en 1938 para que fuera la base de la fundación de la IV Internacional. En el primer capítulo del documento, realiza una apretada definición de la época de “agonía” del capitalismo imperialista y la combinación de sus dos elementos centrales [3].
Por un lado, “las fuerzas productivas de la humanidad han cesado de crecer” y, por lo tanto, el desarrollo económico “ha llegado hace mucho tiempo al punto más alto que le es dado alcanzar bajo el capitalismo”. Esta realidad no es revertida por las nuevas invenciones y progreso técnicos que no conducen a una mejora del nivel de vida de las masas. Al mismo tiempo, es el marco de fondo de los ciclos económicos y sus coyunturas. Estas son para Trotsky, “las premisas objetivas de la revolución socialista” que no solo “están maduras sino que han empezado a descomponerse”.
Por otro lado, la actitud de las masas (y sus luchas) “está determinada, por una parte, por las condiciones objetivas del capitalismo en descomposición, y de otra, por la política de traición de las viejas organizaciones obreras. De estos dos factores el factor decisivo, es, por supuesto, el primero; las leyes de la historia son más poderosas que los aparatos burocráticos”.
Sin embargo, la política de las direcciones burocrática (esencialmente del estalinismo) llevaba a las masas a constantes derrotas y no surgía una alternativa de dirección revolucionaria a ellas. El capitalismo lograba así una sobrevida cada vez más degradada lo que se expresaba tanto en el surgimiento del fascismo como en la crisis de los regímenes democrático burgueses y los gobiernos de frente popular. La conclusión de Trotsky es que “la crisis de la humanidad se reduce a la dirección revolucionaria”.
… y su método
Por eso, para Trotsky, “la tarea estratégica del próximo período pre-revolucionario de agitación, propaganda y organización consiste en superar la contradicción entre la madurez de las condiciones objetivas de la revolución y la falta de madurez del proletariado y de su vanguardia”. En este sentido, propone al proletariado mundial una serie de tareas por la cuales movilizarse y luchar, algunas son mínimas, otras democráticas y también aquellas de transición al socialismo.
Pero más allá de la letra específica de estas tareas, el Programa de Transición contiene un método para la elaboración de estas consignas y su combinación, y el objetivo estratégico al que debe conducir esa lucha. “Es preciso ayudar a la masa, en el proceso de la lucha, a encontrar el puente entre sus reivindicaciones actuales y el programa de la revolución socialista. Este puente debe consistir en un sistema de reivindicaciones transitorias, partiendo de las condiciones actuales y de la conciencia actual de amplias capas de la clase obrera a una sola y misma conclusión: la conquista del poder por el proletariado”.
En otras palabras, trotskismo es impulsar la movilización de los trabajadores y las masas a partir de sus reivindicaciones concretas para que, en ese proceso de movilización, avancen en su conciencia (vayan “cruzando el puente”) hacia “la conquista del poder”. Es en ese camino que se puede construir una dirección revolucionaria y que una organización verdaderamente trotskista debe ganarse el derecho a ser esa dirección.
La lucha contra el fascismo
Desde la década de 1920 (cuando Benito Mussolini tomó el poder en Italia) hasta los años de la fundación de la IV Internacional, el fascismo se extendía por Europa. A Italia se fueron sumando Alemania, España, Portugal y otros países. Era el enemigo más peligroso que enfrentaba el movimiento obrero y de masas, ante el que sufría duras derrotas. Trotsky calificó este movimiento como “la última trinchera del capitalismo antes de la revolución socialista”.
Por eso, dedicó numerosos escritos al estudio y la caracterización de este proceso político y, esencialmente, la política y los métodos para combatirlo. Entre ellos, los materiales recopilados en el libro La lucha contra el fascismo [4].
Trotsky realiza un profundo análisis de las fuerzas sociales que expresaba, de su acción política y de sus diferencias con otras variantes de bonapartismos y de dictaduras militares. A lo largo de esos escritos, él va construyendo una definición precisa:
En su ascenso, el fascismo se presenta como un movimiento de masas “antisistema” y extraparlamentario. Esencialmente de las masas pequeñoburguesas desesperadas por su decadencia en la crisis capitalista, y también del lumpenproletariado, a las que moviliza y militariza en bandas armadas para atacar y destruir a las organizaciones obreras, incluso las más moderadas.
Una vez en el poder, “el fascismo es cualquier cosa menos un gobierno de la pequeña burguesía. Por el contrario, es la dictadura más despiadada del capital monopólico”. Ahora, “bajo la cobertura del Estado oficial” continúa su labor contrarrevolucionaria.
Trotsky también propuso una clara política para enfrentar al fascismo, tanto en su ascenso como en el poder. La primera medida era la formación de un frente único entre las dos principales organizaciones obreras de la época (la socialdemocracia y los partidos comunistas) para defender sus conquistas democráticas (locales, sindicatos, periódicos, etc.), sus reuniones y sus movilizaciones frente a los ataques fascistas. En ese marco, era necesario formar organismos de autodefensa desde los piquetes armados hasta las milicias obreras de carácter más permanente. La lucha contra el fascismo debería darse esencialmente en las calles [5].
De modo complementario, para impulsar la movilización antifascista, también planteó la más amplia unidad de acción, incluso con sectores burgueses opositores: “en el combate contra el diablo” (el fascismo, NdR) se podían y debían “hacer acuerdos prácticos con la madre del diablo” (los sectores burgueses que lo dejaron crecer pero que ahora se le oponían) [6]. Es que el fascismo también atacaba a las instituciones del régimen democrático burgués (como el Parlamento) y a los partidos burgueses “liberales” y “democráticos”.
Los “frentes populares”
Al formular esta orientación, Trotsky combatió duramente dos políticas diferentes (opuestas pero igualmente criminales) que tuvo el estalinismo y que ayudaron, por caminos distintos, al triunfo del fascismo.
La primera fue una política ultraizquierdista (llamada del “Tercer Período”) que calificaba al fascismo y a la socialdemocracia como “hermanos gemelos” e igualmente enemigos. Llamaba a la socialdemocracia de “socialfascista” y, por lo tanto, se negaba a defender a sus organizaciones de los ataques que sufrían, dividiendo así las fuerza obreras para ese combate. En Alemania, esto envalentonó a los nazis y fue uno de los factores que contribuyó a la llegada de Hitler al poder, en 1933. Trotsky consideró tan grave esta política que definió que la Tercera Internacional [estalinizada] había muerto como organización revolucionaria, rompió con ella e inició el proceso que llevaría la construcción de la IV Internacional.
La segunda política surge de un profundo giro que da la Tercera a partir de 1934 y fue formulada por el búlgaro Georgi Dimitrov: los “frentes populares” para enfrentar al fascismo. Ahora sí se proponía un frente político permanente entre los partidos comunistas y la socialdemocracia, pero estos frentes incluían también a partidos burgueses.
Esto significaba que el programa común del frente era el de su componente más de derecha, es decir un programa burgués, y los compromisos aceptados acababan frenando la dinámica natural de las luchas de la clase obrera. Como parte de esto, los frentes populares proponían esencialmente “combatir” al fascismo con métodos parlamentarios y no a través de las movilizaciones, la organización y la autodefensa obrera.
Esta política acabaría siendo trágica en España, donde la lucha militar contra el franquismo acabó enchalecada y estrangulada por los compromisos con la burguesía republicana y fue derrotada en 1939. Y, anteriormente en Francia, donde desvió la dinámica revolucionaria que generaba la huelga general de 1936 y la llevó al camino sin salida del parlamentarismo.
Trotsky dedicó también numerosos escritos al análisis de los frentes populares y los combatió duramente, considerándolos “la penúltima trinchera del capitalismo frente a la revolución” [6]. Este combate es una parte esencial del legado de Trotsky, al igual que el que debe darse a cualquier apoyo a gobiernos de colaboración de clases (como los nacionalista burgueses o los hoy llamados “progresistas”) [7].
Hasta aquí, hemos intentado hacer una presentación sintética el principal legado teórico, programático y político de León Trotsky. Cabría agregar otro punto también central en su trayectoria: la necesidad de la construcción del partido revolucionario según la concepción y modelo que fue elaborada por Lenin y los bolcheviques rusos. Trotsky la adoptó como suya a partir de 1917 para impulsarla y defenderla hasta su muerte.
La moral revolucionaria
Existe un aspecto muy presente en Trotsky que es tan importante como sus elaboraciones, e incluso más: su defensa incondicional de la necesidad de la moral revolucionaria. Esto implicaba el rechazo a las dos formas en que se manifiesta la moral burguesa: en primer lugar, la hipocresía de “predicar” ciertas normas a los trabajadores, mientras para la burguesía todo está permitido; en segundo lugar, la premisa de que el fin justifica los medios.
En su escrito Su moral y la nuestra, Trotsky expresa que:
“La Cuarta Internacional desecha a los magos, charlatanes y profesores de moral. En una sociedad basada en la explotación, la moral suprema es la de la revolución socialista. Buenos son los métodos que elevan la conciencia de clase de los obreros, la confianza en sus fuerzas y su espíritu de sacrificio en la lucha. Inadmisibles son los métodos que inspiran el miedo y la docilidad de los oprimidos contra los opresores, que ahogan el espíritu de rebeldía y de protesta, o que reemplazan la voluntad de las masas por la de los jefes, la persuasión por la coacción y el análisis de la realidad por la demagogia y la falsificación.”
Esto implica también el rechazo a la metodología de utilizar ataques basados en calumnias, mentiras y falsificaciones en los debates y disputas políticas al interior del movimiento obrero y la izquierda que el estalinismo generalizó y “normalizó” desde la década de 1920 y que, lamentablemente, también ha sido adoptado por algunas corrientes que se reivindican trotskistas.
Por eso, en 1937, dedicó varios meses de su actividad para colaborar y participar de las actividades de la “Comisión Dewey” (formada por varias personalidades no trotskistas) que evaluó si las acusaciones hechas contra él en ausencia, en los Juicios de Moscú (sabotaje, espionaje y colaboración contra el imperialismo contra la URSS). La comisión lo consideró inocente de esas acusaciones [8].
Trotsky jamás utilizó ese método repudiable, ni siquiera contra Stalin y el estalinismo que lo perseguían y atacaban implacablemente. Incluso en las polémicas y disputas más duras, su método era el del analizar las bases teóricas y políticas del debate. Formulaba sí caracterizaciones políticas, sociales e incluso sicológicas de sus oponentes, pero jamás apelaba a la mentira y a las falsas acusaciones.
¿Qué es ser trotskista?
En varios escritos e intervenciones, el trotskista argentino Nahuel Moreno expresó a las organizaciones que orientaba que se trataba de ser “más obreros, marxistas e internacionalistas que nunca”.
Construirse en la clase obrera (aunque podían y debían aprovecharse coyunturas de construcción en otros sectores pero siempre para volver después con esas fuerzas a la clase obrera) surgía de dos razones muy profundas. La primera es que, si bien otros sectores sociales podían ser más dinámicos y explosivos en sus luchas, la clase obrera era mucho más sólida y consecuente en su combate contra el capitalismo. Por eso, el partido que crease fuertes raíces en la clase obrera sería también mucho más sólido y consecuente, mucho menos sujeto a los vaivenes coyunturales. La segunda razón es profundamente estratégica: el modelo trotskista de revolución socialista solo podrá llevarse adelante con la movilización autodeterminada y permanente de la clase obrera. Aunque se tarde más tiempo, allí debemos construirnos e impulsar ese proceso. No se puede engañar a la historia buscando atajos y construyéndonos como una corriente campesina o plebeya urbana porque eso nos llevará inevitablemente a profundas desviaciones de nuestra estrategia.
Ser “más marxistas” se refiere, por un lado, a estudiar con profundidad las situaciones del mundo y de cada país para, recién a partir de allí, elaborar las políticas y orientaciones correctas. Debemos intentar hacer política revolucionaria como actúa un buen médico que sólo indica un tratamiento después de realizar los análisis necesarios y elaborar un cuidadoso diagnóstico. Caso contrario, seremos “curanderos” que trabajan en base a intuiciones y golpes de vista que, inevitablemente, quedan sujetos a las presiones y modas o las falsas apariencias de la realidad. En segundo lugar, significa la necesidad de estudiar con profundidad, en base a las herramientas teóricas del marxismo, los nuevos fenómenos y procesos que no se encuadraban en los viejos esquemas y, de ser necesario, corregir esas herramientas teóricas para que respondiesen a las nuevas realidades.
Esto nos lleva a una doble necesidad. Por un lado: “Ser trotskista hoy día no significa estar de acuerdo con todo lo que escribió o lo que dijo Trotsky, sino saber hacerle críticas o superarlo, igual que a Marx, que a Engels o Lenin, porque el marxismo pretende ser científico y la ciencia enseña que no hay verdades absolutas. Eso es lo primero, ser trotskista es ser crítico, incluso del propio trotskismo” [9]. Por el contrario, varias corrientes trotskistas toman los escritos de Marx, Lenin y Trotsky como un criterio dogmático, como si fuese una Biblia que no requiere ningún cambio ni actualización.
Al mismo tiempo, esta necesidad de ser críticos (“pensar con cabeza propia” decía Moreno) debe seguir algunos criterios bien claros. En primer lugar, señalar de modo explícito qué se está corrigiendo y por qué, y no “pasar de contrabando” esa revisión. En segundo lugar, reivindicar también explícitamente el cuerpo central teórico-político que se considera vigente. Por el contrario, varias corrientes han “tirado el niño con el agua sucia” (es decir, han abandonado los principales componentes del legado de Trotsky) pero aún se reivindican “trotskistas”.
Sobre el tema del internacionalismo Trotsky consideraba que no podía haber militancia u organización trotskista nacional que no se desarrollase como parte de la construcción de una organización internacional. No se trata solo de estudiar los procesos mundiales como un conjunto y los procesos nacionales como sus refracciones específicas. O de ser solidarios con las luchas de otros países.
Esto es imprescindible pero no es suficiente: se trata de volcar los principales esfuerzos en la construcción de esa organización internacional revolucionaria. No es casual que él, que había sido el principal dirigente de las masas de Petrogrado durante la Revolución Rusa y había comandado millones de combatientes en el Ejército Rojo, considerase que la fundación de la IV Internacional (reagrupando a algunos miles de militantes revolucionarios) “es el trabajo más importante de mi vida; más que el de 1917, el de la guerra civil, o cualquier otro”.