Arte y política, ¿una cuestión superada? Hoy en día es prácticamente una verdad universalmente aceptada la autonomía del arte en relación con la política, de la misma manera que suena bien afirmar la ausencia de compromiso con la realidad social que presupone la libertad artística. Lo primero que debe decirse es que aun cuando la confusión ideológica actual haga de todo para ecualizar la situación real de la autonomía de la esfera artística con la ilusión de libertad del arte bajo el capitalismo, las dos nociones están lejos de ser idénticas.
Por: Lindberg Campos Filho
Así, al someter autonomía y libertad a un denominador común, acabamos por tratar la cuestión como autoevidente y como un asunto superado, de tal forma que no exista espacio para eventuales discordancias sobre el riesgo de ser vistas como anacronismos autoritarios y vulgares.
Esa situación puede ser explicada tanto por el complejo fracaso de las vanguardias históricas del siglo XX, que procuraban revertir el cuadro de autonomía del arte disolviéndolo en las prácticas sociales cotidianas, por la amplia y irrestricta difamación del arte comprometido de los artistas revolucionarios soviéticos, mexicanos, alemanes y tantos otros, por los estragos del realismo socialista estalinista y del aparato de propaganda fascista, así como por los modos victoriosos y dominantes de producción, distribución y recepción culturales de masa actuales.
La democracia liberal triunfó y con ella las más variadas visiones ingenuas e ilusorias, para decir lo mínimo, de que la libertad artística es un hecho y un fin en sí mismo.
De hecho, son pocos los que osan levantar la voz contra el consenso ensordecedor y reinante para demostrar que tal libertad, hoy más que nunca, significa poca cosa más que conformarse con las necesidades contemporáneas de los shopping centers culturales en urgente búsqueda por ser abastecidos por novedades.
La censura nunca fue tan perfecta, diría un soixante-huitard[1], pues el acuerdo entre la mistificación del espontaneísmo y de la aleatoriedad artísticas con el irracionalismo del culto del mundo de la pos-verdad produce una saturación del tiempo y del espacio con imágenes veloces, efímeras y deslizantes anti intelectuales que no llevan a lugar alguno, y que, por eso mismo, son consagradas.
Vivimos una era de verdaderas guerras de guadañazos en el oscuro, también conocidas como “editales” [edictos], entre una cantidad cada vez más numerosa de desempleados flexibles crónicos, también conocidos como artistas, hacedores de cultura, agitadores, gestores culturales, etc. por el acceso a decrecientes, inestables y minúsculas parcelas del fondo público para hacer no importa qué. La regla de dicha libertad de la cultura es una sola: haga, abastezca el mundo usted también. El viejo discurso liberal recalentado de que solo en el occidente se es libre para hacer cuanto y qué y como quiera, sin, naturalmente, explicitar las reales condiciones de ese hacer.
Mientras tanto, también es verdad que incluso hasta lo que en el pasado era tenido como políticamente transgresor, moralmente ofensivo y estéticamente decadente gana lugar en las vidrieras y señal de refinamiento en los estantes de la industria cultural globalizada, ya que con la ampliación generalizada del público consumidor de cultura el propio compromiso, el choque y la experimentación se tornan nichos de mercado crecientes y con aires de sofisticación para, en el fondo, ofrecer cierta distinción de la inmundicia manipulada que consume mercaderías culturales menos pretensiosas y más masificadas.
La superación individual imaginaria del imperialismo cultural es también una expresión del fetichismo de la mercadería por parte de camadas medias universitarias dichas de “izquierda” o “progresista”. Además, el carácter vacío de esas categorías no es casual y contribuye fundamentalmente a una abstracción de las posiciones políticas concretas de cada manifestación cultural, que es muy útil para la mantención del estatus quo.
Toda esa realidad instala un malestar en lo mejor de la conciencia artística contemporánea, que normalmente termina por debatirse inútilmente en la red de la polémica entre arte autónomo y comprometido, pues se ve en la encrucijada entre un mundo alienado y alienante y sus aspiraciones de elevar la experiencia cultural, así como subordinarla a las necesidades de organización y movilización de las luchas políticas.
Eso sin contar que el dicho mundo libre permite que la neutralidad sin consecuencias circule y sea canonizada, mientras hace de todo por evitar la propagación de la cultura consecuente y politizada ligada a los intereses de la clase trabajadora.
Finalmente llegamos al quid pro quo[2] que, desde el punto de vista de los intereses dominantes, convenientemente oscurece y empobrece la discusión dramáticamente, porque caso la autonomía sea percibida como sinónimo de libertad, el comprometimiento no podría ser concebido como otra cosa sino el antónimo de libertad artística.
Intentaremos argumentar aquí, primero, que la libertad artística sigue siendo una promesa no realizada por la elite dominante, de la misma manera que en el mundo actual como un todo lo que impera es el reino de la necesidad, clásicamente conocido como lo opuesto al reino de la libertad. Y, en una segunda instancia, que libertad y autonomía son cosas bien distintas. Esto es, la libertad artística sería una ideología en el sentido clásico de falsa conciencia del mundo real, una media verdad basada en la idealización del carácter semi autónomo del arte burgués, mientras autonomía describiría un aspecto aparente de la realidad que diferencia la situación de cierto arte en la modernidad de [aquel] producido en otros períodos históricos. Ahora, intentaremos demostrar lo que se encuentra más allá de la apariencia de la noción corriente de libertad artística, enfocándonos en el contexto nacional brasileño.
La situación de miseria y regresión en que nos encontramos actualmente, sea de trabajadores intelectuales o manuales, es la prueba cabal de adónde la ilusión de la libertad y de lo extraordinario del arte y del conocimiento nos tienen y todavía nos puede llevar. La configuración de los medios de producción y de distribución culturales difícilmente podría ser más inaccesibles, principalmente para quien se atreva a dejar fluir sus potencialidades estéticas, intelectuales y críticas. En el Brasil ocurre un verdadero estrangulamiento del impulso artístico a través de la sordidez que marca las relaciones entre el Estado y los propietarios de las radios, de las redes de televisión, de los diarios, de las revistas, de los grandes portales de internet, de las salas de exposición, de los teatros y de las universidades.
En esos ambientes, sean ellos efectivamente privados o públicos, lo que normalmente reina es la privatización y el secuestro intelectual por un único tipo de visión de arte, aquel del arte descomprometido, como trance, intervalo de la infelicidad de lo cotidiano y totalmente absorto en sus propias cuestiones.
El arte pasatiempo, el que hable de los embrollos ideológicos seculares como la inmutable condición humana y que sea políticamente light o supuestamente neutro, desempeña ora inconsciente ora conscientemente, su función de ofrecer compensaciones simbólicas y psicológicas para el mar de lágrimas de la mediocridad fuertemente financiada por la sociedad burguesa. La libertad del arte bajo el imperio del capital cumple el papel de hacer que el individuo, cuya finalidad espiritual ya bastante limitada es la autopreservación, se sienta, aunque temporariamente, como un ser dotado de personalidad y individualidad plenas. Más allá de eso, el arte y el conocimiento, como procedimientos absolutamente técnicos, imparciales, ajenos al mundo terreno y pretendidamente parte del orden de la genialidad, esconden sus respectivas ausencias de sustancia y justifican sus respectivos desprecios por la vida material de la inmensa mayoría de las personas a través de tentativas de remitización [hacerles perder parte de la intensidad o eximirlas de la obligación, ndt] de la vida, renovando el tipo de culto del arte y de la sacralización del esteticismo que quedó conocido, desde por lo menos el siglo XIX, como l’art pour l’art o el arte por el arte.
Con todo, por lo menos desde 2008, la nueva crisis de acumulación capitalista ha revelado poco a poco el terreno movedizo sobre el cual se instaló este consenso, sobre todo porque la dificultad del valor de valorizarse genera, consecuentemente, una escasez de valor para ser distribuido y esto, por su parte, compromete directamente el propio financiamiento de la industria cultural y de las políticas públicas de contención y enmascaramiento de la condición de trabajadores arrojados fuera por el mercado cultural de los más variados segmentos de artistas, periodistas, intelectuales, etc.
Los ya casi diez años de estancamiento económico y la incapacidad del régimen del capital de integrar amplios sectores y de presentar horizontes positivos crearon las condiciones para que toda una generación pasase a ver en su falta de perspectivas una fuerza productiva que ha desafiado el consenso de la todopoderosa y autodenominada libertad artística, ya que, de repente, se depararon con una infinidad de dificultades e imposibilidades, las cuales comprometen sus condiciones de trabajo. Por lo tanto, la condición de vida que ya era precaria en una sociedad “lobotomizada” por el arte-entretenimiento, se torna aún peor e igualmente más visible. El barniz de libertad que encubre la hegemonía cultural súbitamente se reseca y muestra la estrechez de posibilidades realmente viables en las condiciones de producción actuales.
El trabajador solo consigue reproducir mínimamente su situación en cuanto tal, caso la sociedad en la cual está inserto reconozca relevancia en su trabajo y lo costee destinando parte de su renta al resultado de ese trabajo: convenciéndose de la importancia de la reproducción de este trabajo y dedicándole parte de su propio y poco excedente. En otras palabras, un oficio solo es remunerado caso sea percibido como socialmente relevante. En el caso del arte, y más específicamente del arte en el Brasil, es la industria cultural oligopólica [concentrada] la que es vista como arte relevante por el conjunto de la sociedad brasileña y es para ella que los recursos de ese reconocimiento son encaminados, sea en la forma de audiencia, divulgación, o financiamiento directo por parte de su expresión jurídico política –Estado–, por más distorsionada que sea esa expresión.
En la práctica, eso hace que sea imposible que algún artista o grupo de artistas consiga reproducirse de acuerdo con lo que rinda su boletería, mientras, por ejemplo, las grandes emisoras de televisión son vistas diariamente por millares de personas, algo que legitima la succión de la casi totalidad de los recursos por parte de ellas. Se suma a esto el hecho de que esos grandes conglomerados del espectáculo reinvierten su excedente, tanto en la forma de autopromoción publicitaria cotidiana, como en la forma de títulos de la deuda pública, esto es, en la mantención del pacto rentista que aterra la vida del grueso de la población que sobrevive apenas con sus salarios. De ahí deviene la dependencia de artistas y grupos de artistas al fondo público para conseguir mantener sus actividades, teniendo en cuenta que esta sociedad se interesa por poquísimas producciones culturales más allá de los reality shows, programa de variedades, telenovelas, shows de divas pop, y partidos de fútbol.
Evidentemente, la internet ha contribuido para una mayor dispersión del destino de los recursos y para la atenuación de la hegemonía del mercado cultural; todavía, eso no cambia el hecho de que toda esa producción cultural alardeada como libre tenga que someterse a los valores y a las prácticas de la industria del entretenimiento de masa para [poder] disputar a partir de los mismos criterios de relevancia identificados por esta sociedad. Para explicar en detalle, a pesar de estar en curso una innegable, aparente y lenta democratización de los medios de producción y distribución culturales gracias a la proliferación de computadores y cámaras portátiles, lo que la sociedad brasileña encara como cultura socialmente relevante permanece preso dentro del marco mediocre de la libertad artística del mercado en su último design, o youtuber. Un ejemplo flagrante de esto es la situación de los empleados del Teatro Municipal y de la Orquesta Sinfónica de Rio de Janeiro, cuyos músicos no cobran salarios hace exactos siete meses. En un concierto-protesta realizado en las escaleras del Teatro, bailarines, músicos, técnicos administrativos, sostenían una pancarta en la cual se leía la débil frase: “La cultura es el alma de una nación”. Completamente ignorantes de la irrelevancia del trabajo que ellos hacen para la abrumadora mayoría de la población. Un marco muy diferente de las condiciones de trabajo en países donde las desigualdades son menos brutales y la población consigue desarrollar interés por el asunto cultural de manera más diversificada y, de cierto modo, más exigente. Eso ilustra cómo el destino del artista está totalmente atado a las condiciones sociales y políticas en la cual él se inserta y que la cultura, para desesperación de muchos de ellos, no es una nube que gravita sobre el planeta Tierra.
¿Se abrirá una brecha para que estos artistas repiensen no solamente su relación con un arte europeo y europeizante, que no posee el mismo referente aquí en los trópicos, sino también con el público local del cual dependen?
A propósito, no se puede dejar de notar que del mismo modo que la ideología del emprendedor establece la ficción totalmente inconsciente de la competencia de la cual todos pueden salir victoriosos, el mercado de la cultura, por más amplio que se torne, jamás será capaz de absorber todo ese ejército de trabajadores culturales. De hecho, tales trabajadores son marginados a través de la falta de interés por parte de la población y de los grandes medios de producción cultural por el trabajo que producen, siendo empujados hacia el inicio de los sinuosos caminos de las verdaderas epopeyas, nada glamorosas, para autopromoverse y para adaptarse a las demandas de la autonomía y de la libertad artísticas del mercado, al mismo tiempo que entran en la vorágine de la burocracia kafkiana de los editales, de las políticas públicas culturales, y saltan de bolo en bolo[3] para asegurar precariamente sus necesidades materiales.
Con el acelerado fenecer de las políticas de encubrimiento de la real situación del hacer artístico en la actualidad, más y más trabajadores perciben que el discurso de libertad es un canto de sirena y que solo su empeño puede posibilitar que un día comiencen a hacer lo que dicen querer hacer: arte socialmente relevante. Para eso, las desigualdades brutales de la sociedad brasileña, que no permiten a la abrumadora mayoría del pueblo tener acceso a los recursos, materiales e intelectuales, e interés por el asunto cultural más exigente, participativo e intelectualmente estimulante, así como el monopolio de los medios de comunicación deben ser enfrentados como cuestiones fundamentales de las condiciones objetivas de toda y cualquier producción artística consecuente. No se trata de prescribir fórmulas en envolvimiento artístico o intelectual sino de recusar la mitología liberal de la libertad del arte que normalmente se traduce en esterilizarlo políticamente y someterlo a los caprichos del marketingpersonal en el contexto del mundo mercado cultural. Es posible afirmar que la tan divulgada libertad artística del mundo occidental es circunscripta a generalidades banales bastante delimitadas y que cualquier materialización cultural que escape de eso y exponga de manera clara y contundente las condiciones perversas de explotación diarias, los síntomas de las actuales relaciones de propiedad y que apunte para una ruptura práctica con los significados y valores hegemónicos tiene sus condiciones de circulación dinamitadas, es ignorada y relegada al ostracismo.
Debe decirse también que manifestaciones de indignación temporales de artistas que se rebelan contra eventuales congelamientos de presupuesto de carteras de la cultura rayan el oportunismo y despiertan poca cosa además de la indiferencia y de la rabia del grueso de la población. Esto porque en el fondo todos saben que ellos están disputando el fondo público a través de la abertura de editales y de concursos de los cuales ellos mismos van a participar. ¿No se les ocurre a esos eminentes artistas que el pueblo puede, de repente, preguntarse, al verlos con tanta indignación, movilizados y organizados para ellos mismos: ¿qué tengo que ver yo con eso?
En ese marco, la indiferenciación entre la libertad y la autonomía del arte comienza a ganar su real nitidez y concreción farsesca, aunque precise tener sus presupuestos socio históricos retomados para una mejor comprensión de su trayecto evolutivo hasta el presente momento. Eso quiere decir que para entender mejor el momento de verdad de la ideología de la libertad del arte de hoy, esto es, su condición semiautónoma, precisamos retroceder un poco y verificar el largo y extremadamente complejo proceso que lo originó y lo sustenta con esa apariencia actual, percibida como transhistórica, natural y, sobre todo, inmutable.
Situando el debate
Se puede decir que la característica central de lo que se dio en llamar arte moderno es su creciente búsqueda y conquista de autonomía en relación con la religión y el Estado. Hablando simple, eso quiere decir que durante la Antigüedad y la Edad Media, tomando prestada la periodización de la historiografía clásica, todas esas manifestaciones que hoy llamamos literatura, teatro, música, escultura, arquitectura, pintura y danza estuvieron casi exclusivamente subordinadas a las necesidades de representación de los poderes estatal y religioso. El teatro griego clásico prácticamente en su totalidad seguía los deseos de discusión de temas políticos, morales y de culto bajo el comando del Estado; la encomienda de la epopeya Eneida al poeta Virgilio (70 a. C. – 19 a. C.) por parte del emperador romano Augusto (63 a. C. – 14 d. C.) y la arquitectura meticulosa de las tumbas, las danzas, músicas y escenificaciones de los rituales fúnebres incas son apenas algunas de las incontables ilustraciones que las investigaciones literarias, arqueológicas y antropológicas nos proporcionan. En la alta Edad Media europea, por ejemplo, el arte era sacro, o sea, casi completamente subordinado al culto, y tanto su producción artesanal como su recepción eran colectivas. No obstante, ya en otro momento y lado a lado con el desarrollo socio-histórico moderno, tales prácticas pasaron a existir también de forma autónoma. Es ya en el Renacimiento que se inicia la expansión, garantizada por la riqueza acumulada por el mercantilismo, de un mercado de arte donde las obras no son encomendadas apenas con finalidades particulares sino también para ser coleccionadas, y eso disparó un proceso de consumo y apreciación del arte basado en sus características técnicas propias y del autor individual que la produjo, y ya no solamente en su finalidad y en la colectividad de las cooperativas artesanales de artistas. A esto se sumó el hecho de que a diferencia de lo que ocurre con otros tipos de trabajos, la moderna división y manufactura del trabajo que separa al productor de sus medios de producción se impone de manera incomparablemente más lenta, lo que posibilitó que el artista permaneciese en una etapa artesanal de producción, y pasase así a ver su oficio como algo especial, diferente de las otras actividades (BÜRGER, 2008, pp. 75-81).
En ese largo, gradual y esencialmente contradictorio proceso de disolución de las estructuras sociales más antiguas, tanto en los así conocidos mundos occidental y oriental, toda una cosmovisión y una concepción de producción y recepción artísticas van surgiendo lenta y desigualmente, así como nuevos medios de distribución que se emancipan de lo ritual. La relación parasitaria que el arte siempre mantuvo con el culto, con la magia, se rompe, lanzándolo directamente al mundo político. Como resultado de ese movimiento histórico multifacético y complicado, vemos en el arte moderno el beneficio del derecho de existir y de hablar de sí mismo, una auto-referencialidad inimaginable para los más antiguos, especialmente si tomamos en consideración el papel esencialmente utilitario (registros históricos a través de pinturas y crónicas en la era pre-fotográfica, realizaciones restrictas al culto, etc.) y didáctico (piezas, poemas y canciones cuyas funciones eran, por ejemplo, enseñar qué cazar, cómo cuidar de los niños, cuando cosechar, etc.) que el arte de manera general cumplió en las más diversas formaciones sociales a lo largo de la historia.
De hecho, la especialización moderna de las palabras “literatura” y “cultura” en el pasaje del siglo XVIII al XIX da cuenta de la aparición de una esfera particular y relativamente autónoma en relación con todo lo social que no era más necesario o directamente no respondía a los intereses de las autoridades religiosa y estatal.
Una esfera social semiautónoma que, a pesar de permanecer materialmente dependiente de las elites políticas y económicas, goza de cierta libertad para establecer sus propios rumbos internos y criterios valorativos. Estaríamos, entonces, frente a un proceso de desplazamiento de innumerables impulsos artísticos, hasta entonces parte del día a día del tejido social, hacia una creciente búsqueda de diferenciación, remitiéndose a reglas y necesidades propias. Es en ese sentido que si por un lado la palabra “literatura” deja de remitir a la generalidad de toda y cualquier actividad envolviendo escritura y lectura para transformarse en la especialización moderna altamente abstracta y arbitraria –y que llegó hasta nosotros– de lo que corresponde a los valores y gustos de ciertas elites letradas ahora exclusiva y profesionalmente cultural, o, a lo que se acostumbró llamar bellas letras (EAGLETON, 2005), por otro lado “cultura” se metamorfosea, en pleno progreso moderno, del ordinario cultivo de cosas como vegetales y animales –como aún encontramos en el portugués: monocultura, cultura de soja, tomate, etc.– hacia el cultivo del espíritu y de las facultades mentales en sí y para sí como trascendencia alternativa a la religiosa (WILLIAMS, 1985).
La propia aparición de la noción de estética en la Europa del siglo XVIII como el consumo, estudio y apreciación de artefactos o fenómenos a partir de su belleza o de sus cualidades visuales aparentes, solo sería posible en un contexto en que la objetivación artística existe no como medio o mero soporte para rituales religiosos o del poder estatal sino como finalidad misma. Bürger nos recuerda que “con el moderno concepto de arte, que solo en el final del siglo XVIII se tornó de uso corriente como designación abarcadora para poesía, música, teatro, pintura, arquitectura, la actividad artística es comprendida como una actividad distinta de todas las demás” (2008, p. 84).
Vemos lo estético ganar una trascendencia como juicio universal y “desinteresado” en oposición a todos los otros, como ya se puede notar en la filosofía de Kant. Eso no ocurre en vano, pues la aparición de un ambiente particular, en este caso el de ascensión de la autonomía de lo estético como un valor en sí mismo, tiene como una de sus exigencias más vitales la emergencia de todo un vocabulario para describirlo, nombrarlo, y servir de lenguaje común dentro y fuera de ese nuevo círculo.
Todo este recorrido lleva a la visión de mundo del arte como actividad autónoma y a su subsecuente institucionalización como un conjunto de prácticas que buscaban a todo costo diferenciarse de lo cotidiano. La institución del arte como mundo autónomo no debe ser pensada meramente como la organización de todo un sistema de museos, galerías, centros culturales, departamentos académicos, reparticiones estatales y cosas de ese tipo, sino como la fragmentación y el empobrecimiento del propio individuo moderno que asiste a su capacidad de representar ser elevada a un lugar místico y inalcanzable y en el cual él solo participa como consumidor y espectador. Si pintar o escribir eran oficios diarios para los cuales el individuo pre-moderno precisaba tener el interés y la posibilidad de dedicarse al conocimiento, en la modernidad todo el trabajo socialmente determinado de la representación es escondido por el innatismo y sustituido por la figura del genio, con o sin formación, y de la excepcionalidad del hacer artístico en relación con el mundo real. La autonomía que el arte ganó, de ese modo, es tanto una realidad, pues de hecho él remite a un proceso de separación del arte del contexto de la práctica vital diaria, como una pieza de ficción, ya que encubre justamente el condicionamiento socio-histórico de ese proceso y deja la puerta abierta para la ilusión de que el arte o la cultura son libres, simplemente porque en apariencia no remiten a ciertos intereses.
Objeciones a la institución arte
Ha de reconocerse, todavía, que la modernidad histórica también fue un terreno extremadamente fértil para incontables tentativas colectivas de superación de los impasses, contradicciones y vicisitudes ocasionadas por la visión atemporal e idealista de la autonomía del arte. Los movimientos artísticos vanguardistas del siglo XX en Europa –manifestaciones dadaístas y surrealistas son algunos ejemplos– tenían como característica en común una objeción a la institucionalización del arte y el compromiso de reconducirlo a lo cotidiano de las prácticas sociales vitales. Esto es, disolver su autonomía y peculiaridad en la vida cotidiana: “una superación del arte en la praxis de la vida”.
La brecha encontrada por ese conjunto de vanguardistas fue la profunda crisis de la cultura burguesa despertada por la Primera Guerra Mundial (1914-1918), el contexto de revoluciones sociales deflagrado por la Revolución Rusa de 1917, y la radicalización de la noción de autonomía “alcanzado en el esteticismo, cuando el arte se transforma en contenido de sí mismo” (BÜRGER, 2008, p. 17 y p. 96). Algo que remite directamente a la emergencia de una especie de “teología del arte” traducida en el esloganl’art pour l’art (BENJAMIN, 2007, p. 224).
Obviamente que el camino trillado por la vanguardia fue repleto de contradicción y, se puede decir que su proyecto, en esencia, fracasó, entre tantas otras razones debido a la subestimación por parte de los vanguardistas de la capacidad de incorporación y resistencia de la institución arte. Eso debe ser dicho, porque la industria cultural, que emerge durante y después de los años dorados de la vanguardia, contribuye de tal manera a estetizar todas las esferas de la vida social que ella cumplió parcialmente el objetivo vanguardista de disolver el arte en el día a día. Además, buena parte de la vanguardia europea no tenía como programa una función social o necesariamente un empeño político para el arte, pues una vez que la separación entre las prácticas diarias y el arte es lo que crea la posibilidad para él criticar la sociedad, y es justamente esa separación que la vanguardia buscaba atacar, deja de tener sentido pensar en una finalidad para el arte, el cual dejaría de existir en el mundo social como esfera diferenciada. Dicho de otro modo, si el arte solo puede servir de instrumento para la acción política caso este exista como algo que existe autónomamente, una parte apartada del todo a ser usada, no es posible imaginar una utilidad para él caso esté disuelto, indiferenciado en la vida diaria.
Aun cuando el dramaturgo Bertolt Brecht y tantos otros artistas revolucionarios alemanes, rusos, mexicanos, españoles, chinos y de tantos otros lugares del planeta hayan compartido con la vanguardia la crítica a las formas pasivas, apologéticas y sumisas al mercado que la institución arte produjo, ellos se alejan de este, porque a diferencia de los artistas vanguardistas que negaban la autonomía del arte en la sociedad burguesa, ellos buscaban refuncionalizarlo con propósitos sobre todo didácticos y de propaganda política. A pesar de que los vanguardistas y los así llamados empeñados percibiesen la separación entre productor y consumidor de cultura como una alienación que frenaba el desarrollo de los más variados lenguajes y expresiones artísticas, no había un acuerdo sobre las soluciones para la superación de esa situación.
Las piezas didácticas de Brecht buscaban rehacer una conexión perdida gracias al tipo de modernidad que tuvimos: asociar nuevamente conocimiento, satisfacción y placer que fueran modernamente separados sin abrir mano ya fuese de la peculiaridad que el hacer artístico alcanzó o de lo mejor que la tradición artística burguesa produjo. Hay, entonces, una diferencia muy evidente entre artistas como Brecht, los soviéticos Maiakovski, Rodchenko, Meyerhold y Eisentein, que conscientemente produjeron obras con la finalidad de contribuir para organizar la lucha real, y los vanguardistas que tomaban tan en serio la situación de autonomía del arte burgués que establecían ese enfrentamiento en el plano abstracto como el horizonte de sus prácticas.
Esos y tantos otros, que asumieron el papel que Walter Benjamin llamó el autor como productor, se empeñaron en la escrita y escenificación de piezas de agitación y propaganda (agitprop) que animaban y politizaban a los soldados del ejército rojo en los fronts contra el ejército blanco, del teatro-diario que informaba a las poblaciones analfabetas de los últimos acontecimientos, así como otros tipos de piezas, canciones y filmes que preparaban a los trabajadores para participar de la manera más elocuente, consecuente y consciente posible en la forma de poder más democrática y efímera que la humanidad ya vivió: los soviets.
Como Benjamin mismo plantea, el artista, el periodista y el intelectual deben saber que ellos son responsables no solamente por informar acontecimientos sino también por auxiliar en la tarea de hacerlos suceder (1986, p. 223). Tal empeño busca romper tanto estética como políticamente con el fetiche de la mercadería presente en la ideología de la autonomía del arte, puesto que su reconocimiento de importancia no está limitado a la atribución de valor a una afiliación política correcta o a un arreglo formal de calidad.
Como nos recuerda Benjamin: “la tendencia política de un trabajo literario solo puede estar políticamente correcta si él también es literariamente correcto” (1986, p. 221). Esto es, las elecciones políticas y estéticas son inseparables, el autor productor debe reflejar y unir tanto una forma artística como política emancipadoras. No existiendo, así, un trabajo estéticamente liberador y políticamente reaccionario, o estéticamente reaccionario y políticamente liberador, pues para cumplir las exigencias de una política de hecho al servicio de las clases subalternas, él también precisa ser un trabajo artístico exigente y consecuente con sus materiales y procedimientos. De ahí que en este texto hayamos enfatizado más la relación entre artista y política que arte y política, pues al final de cuentas es esa la relación que de hecho importa.
No basta al escritor o artista tener cierta opinión o actitud sobre las relaciones de producción cultural y material de su tiempo; él precisa practicar una posición dentro de ellas, pasando del mero informante o espectador para intervenir en la transformación de ellas. El arte o el trabajo intelectual será, entonces, una consecuencia, un resultado de esa práctica.
Esperamos haber demostrado cómo cuestiones acerca de la politización de la producción, distribución, recepción y finalidades de la cultura continúan siendo de crucial importancia para la propia sobrevivencia material de los artistas y para la tan necesaria transformación social, de modo que la lucha cultural rompa con su corporativismo actual, cuyo horizonte deje de ser la mediocre disputa por un lugar más privilegiado en el presupuesto público y se torne una verdadera fuerza productiva al servicio de cambios mucho más abarcadores, liberándola de las contenciones económicas, políticas y sociales que la sofocan y la empequeñecen. La producción cultural políticamente interesada y consciente puede tener un papel fundamental dentro de este marco de conflictos sociales, que se intensifican cada vez más, especialmente por que ella tiene el poder de tornar las propuestas más atrayentes y con mayor capacidad de circulación, además de formar artistas politizados dentro y fuera de los movimientos sociales, colectivos, y partidos políticos que produzcan la defensa de esos movimientos y partidos en sus respectivos lenguajes. Desplazando, de ese modo, la cultura de perfumería, de distracción o de mera búsqueda por distinción hacia una actividad reconocida como socialmente relevante. Sin esa directriz básica, la cultura continuará chapoteando en la irrelevancia y se tornará cada vez más un oficio para pocos, dinamitando las propias condiciones de posibilidad de libertad que los artistas pretendidamente autónomos en relación con la política dicen tener.
[1] soixante-huitard significa “sesentayochista” y se refiere a quienes en mayo de 1968 tenían edad para participar de los acontecimientos que se desarrollaban o a los que adoptaron esa forma de pensamiento y acción contestataria que se dieron en ese año de 1968 [N. de T.].
[2] quid pro quo es una expresión latina que designa un error de interpretación, engaño, equívoco [N. de T.].
[3] bolo: palabra técnica utilizada particularmente en teatro, que sirve para definir actuaciones de pocos días [N. de T.].
Referencias bibliográficas
BENJAMIN, W. “The author as producer”. In: Reflections: Essays, Aphorisms, Autobiographical writings. Trans. Edmund Jephcott. NewYork: Shocken books, 1986.
______. “The work of art in the age of mechanical reproduction”. In: Illuminations: Essays and Reflections. Trans. Harry Zohn. New York: Shocken books, 2007.
BÜRGER, P. Teoria da vanguarda. Trad. José Pedro Antunes. São Paulo: Cosac Naify, 2008.
EAGLETON, T. Literary theory: an introduction. Oxford: Blackwell, 2005.
WILLIAMS, R. Keywords: a vocabulary of culture and society. New York: Oxford University Press, 1983.
Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de la revista Teoria & Revolução, 29 de julio de 2017.-[ http://teoriaerevolucao.pstu.org.br/sobre-autonomia-e-engajamento-artisticos-hoje/]
Traducción: Natalia Estrada