A pesar de nuestras diferencias políticas con el historiador catalán Joan B. Cullà i Clara y de nuestra conocida opinión sobre un medio como El País, creemos merecido compartir este artículo sobre el encausamiento del concejal de la CUP en Vic.
Recopilemos los datos fundamentales del caso, porque puede que, distraídos por las fiestas que hoy concluyen, algunos lectores hayan perdido el hilo.
Resulta que, hace algo más de un año y en el curso de un debate en el pleno del ayuntamiento de Vic, el concejal por la CUP Joan Coma Roura hizo una intervención defendiendo el derecho democrático a la desobediencia contra leyes o sentencias que se consideren injustas; y, a propósito del proceso independentista catalán y del marco jurídico español, apeló a la expresión coloquial según la cual “no es poden fer truites sense trencar els ous”. No hubo ninguna ofensa para nadie, ninguna amenaza violenta, ninguna salida de tono. De hecho, ni siquiera fue una intervención singular, porque representantes consistoriales de la CUP dijeron cosas semejantes en muchos otros plenos, a raíz de la declaración del Parlament del 9-N-2015.
La singularidad la puso Josep Anglada i Rius, el conocido ultraderechista que es también concejal de Vic y se apresuró a presentar denuncia contra Coma. Sin duda el fundador de Plataforma per Catalunya —hoy expulsado de ella y líder del partido bipersonal Som Identitaris— aprendió amor por la Constitución de 1978 y respeto por la ley cuando militaba en Fuerza Nueva, y organizaba peregrinaciones al Valle de los Caídos, y figuraba en candidaturas auspiciadas por Blas Piñar, teniendo como conmilitón a Miguel Bernad, el posterior cabecilla de Manos Limpias. Que Anglada salió un alumno aventajado en esto de respetar escrupulosamente la ley lo demuestra con creces su currículo judicial, que acumula denuncias y condenas hasta por conducir borracho.
De cualquier modo, lo notable del asunto no es que Anglada sea Anglada, sino que un fiscal —un funcionario público al que se supone libre de sesgos ideológicos— admitiese su iniciativa y decidiese imputar a Coma por “incitación a la sedición”. La serie de hechos chocantes sube otro peldaño cuando resulta que un eventual delito de opinión sin ningún vínculo violento es competencia de la Audiencia Nacional. Sí, de la hija y heredera del Tribunal de Orden Público franquista; de un órgano jurisdiccional de excepción que, si tuvo alguna razón de ser durante las décadas del terrorismo etarra, carece de ella hoy en día. Una Audiencia que ya en 2004, ordenando detener aparatosamente, bajo la acusación de amenazas terroristas, a un pacífico crío de 14 años (Èric Bertran), mostró su falta de sentido de la mesura y del ridículo.
Y, una vez el caso Coma en Madrid, ¿a qué magistrado de la Audiencia Nacional le corresponde instruirlo? Pues a Ismael Moreno Chamarro, antiguo inspector de policía durante las postrimerías del franquismo y los años más broncos de la Transición (1974-83), que en la última fecha citada saltó casi sin solución de continuidad de la comisaría a la judicatura. Por supuesto, en ausencia de cualquier autoexamen crítico sobre los servicios que había prestado a un régimen radicalmente antidemocrático. Con este historial, y habiendo sido capaz de enviar a prisión por “enaltecimiento del terrorismo” a unos titiriteros, ¿todavía hay quien se sorprende de que, además de los delitos de “rebelión” y de “sedición”, el juez Moreno atribuya a Joan Coma posibles “delitos contra la forma de gobierno”, un concepto jurídico del Código Penal franquista de 1973, inexistente en el actual? En vez de sorprenderse, lo que corresponde es aplaudir la coherencia del magistrado.
Todo el recorrido del caso Coma hasta ahora (el denunciante Anglada, el fiscal, la Audiencia Nacional, el juez Moreno…) supura ese franquismo trivial, cotidiano, que sigue empapando tantas instituciones españolas desde hace cuatro décadas. El mismo en virtud del cual —según denunciaba el colega Borja de Riquer en La Vanguardia el jueves de la semana pasada— los retratos de los cuatro presidentes de las Cortes franquistas, serviles lacayos del déspota de El Pardo, permanecen colgados en un salón del Congreso de los Diputados, como si mereciesen de la democracia algún respeto, algún homenaje, algún reconocimiento…
Con ello, no estoy diciendo —¡Dios me libre!— que, en todos los trámites de la imputación contra Coma, incluyendo su conducción esposado ante el juez y el concienzudo interrogatorio de éste acerca de huevos y tortillas, no se hayan seguido los procedimientos legales más estrictos. Seguro que sí. Lo que me pregunto es si la actuación en el caso de los aparatos del Estado resulta legítima para estándares democráticos mínimamente exigentes. Y mi respuesta es que no.